Las voces de las abuelas entonan el Aleluya y yo camino hacia el altar. Las ancianas del coro se turnan para ir a besar al niño Jesús. Solo puede faltar una cada vez. Sostienen la música, así como el arco de medio punto, en mitad de la nave, sostiene la estructura de la iglesia. Se coordinan para que la dovela central no caiga. Ale-ale-aleluya. En nombre del Señor. 24 de diciembre de 2010.

Nos colocamos en fila india para ver a la Mona Lisa. Aquí, no huele a incienso ni a humedad de piedra antigua. Huele a los perfumes que salen de los escaparates de ropa cara. Huele a sudor limpio de turista de clase media. Quienes están delante de nosotros dicen que el tiempo de espera es de 45 minutos. Al fondo, más allá de las nucas, cámaras y palos selfie, veo la frente de la Gioconda, un trocito del ídolo, protegida por un cristal antibalas. La cola avanza. 3 de marzo de 2022.

Nos colocamos en fila india para ver a la Mona Lisa. Aquí, no huele a incienso ni a humedad de piedra antigua. Huele a los perfumes que salen de los escaparates de ropa cara. Huele a sudor limpio de turista de clase media

Se acaba el Ale-ale-aleluya y cantan ahora el Adeste fideles. El suelo de madera cruje cuando flexiono las rodillas para dar un paso más. Camino despacio y me imagino lo que le dirían a abuela si me hurgase en la nariz. Meto las manos en los bolsillos para huir de la tentación. Miro a la derecha: las señoras, que ya han besado al Niño Jesús y han vuelto a su lugar, hablan en voz baja. La tía de Alex, que me acaba de acariciar el cogote, guarda bajo el mantón de manila los aromas más ricos. Después de susurrarme algo que no he entendido, se ha recolocado en el asiento y ha dejado el mantón entreabierto, echado hacia atrás. De su escote arrugado, han salido volando olores que son como palomas blancas con ramas de olivo en el pico. 35 minutos de espera, acaban de decir los de adelante. Las abuelas, después de besar al Niño, caminan hacia su sitio con los ojos clavados en el suelo. Los turistas se hacen selfies y abandonan la sala, contentos después de haber cumplido, con los ojos brillantes como los de Hamtaro. Envían la foto a Barcelona, a Nápoles, a un pueblo de Zamora y a Sri-Lanka.

Le pregunto a la anciana del coro, que va detrás de mí, si podría hacerme una foto con el Niño Jesús. Le doy mi primer smartphone y la abuela, después de mirar a los lados, encoge los hombros y asiente. Clic. Clic.

A los lados, veo la escultura de san Antón, con un cordero en el regazo, y a santa Lucía policromada: tiene chorretones de sangre en la cara y enseña a los feligreses un plato donde están los ojos que alguien le arrancó. Ahora, hay cuadros a los lados, un san Jerónimo de Tiziano y otros que no reconozco, a los que no puedo prestar atención porque ya solo quedan 25 minutos para estar frente a ella. Pienso en qué debería pensar cuando tenga delante la sonrisa enigmática de la Gioconda. Pienso en qué pasaría si al cura se le cayera el Niño Jesús justo cuando fuera a besarlo. De la figura adorada solo quedarían piernas, brazos diminutos y ojos de cristal desparramados por el suelo. El pañal de porcelana hecho añicos: esquirlas blancas en los azulejos marrones sobre los que se levanta la pila bautismal. Laura contesta al WhatsApp y, sin dejar de mirar el móvil, me dice que le rugen las tripas, que después de la Gioconda tenemos que comer algo y que qué agobio el jaleo de voces en inglés, español y noruego entremezcladas con el ruido de los flashes. Clic. Clic.

Faltan 15 minutos y la jefa de seguridad pide silencio. Silencio en la sala para poder contemplar a la Gioconda. Tengo los nervios erizados. Pienso en cómo sería sufrir el síndrome de Stendhal: náuseas y falta de aire por haber estado expuesto a una belleza superlativa. Pienso en fingir un stendhalazo ante la obra de Leonardo, en tirarme al suelo y retorcerme como una culebra. Pienso en lo que queda de misa, no ha de ser mucho, porque ya nos hemos dado la mano, seguro que están a punto de sonar las campanas. Hace un frío de mil demonios en la iglesia. Tengo mocos en la nariz y no sé si sonarme antes de llegar al altar o esperar a la salida. Estamos a cinco minutos de distancia. Laura me dice que tenga el móvil preparado para las fotos: primero a ella, luego un selfie de los dos, después una yo solo. Repaso los movimientos de la coreografía. 30 segundos para los tres movimientos.

Por fin. Ahí está el Niño Jesús. La primera vez que voy a besarlo. Solo dos señoras delante de mí. El cura acerca el ídolo a los labios de la primera feligresa. El monaguillo limpia la rodilla del ídolo con una gamuza blanca y la siguiente feligresa sube las escaleras, hace la señal de la cruz y se inclina. Cumple con el gesto y así participa en la Adoración. Por fin. Sí, vamos juntos, le dice Laura a la jefa de seguridad. La tengo delante. Laura me da el móvil para que haga una foto y hago una genuflexión. La pareja que va detrás se ríe. Me acerco a la mampara de cristal y la beso con delicadeza, sin echar el aliento. La jefa de seguridad habla por el pinganillo. Le pregunto a la anciana del coro, que va detrás de mí, si podría hacerme una foto con el Niño Jesús. Le doy mi primer smartphone y la abuela, después de mirar a los lados, encoge los hombros y asiente. Clic. Clic.