Las mujeres, además de los jóvenes, fueron las grandes damnificadas de las dos últimas crisis consecutivas en Zamora. Hoy copan los expedientes de regulación aún en vigor vinculados al COVID. La pandemia castigó sobre todo a los servicios y barrió miles de puestos en la hostelería y el comercio, caladeros tradicionales del empleo femenino. Las estadísticas del mercado laboral en febrero confirman esta tendencia. A pesar de que el paro bajó en términos generales, y registró un retroceso interanual histórico, en lo que se refiere específicamente a ellas creció, sobre todo entre las mayores de 55 años. En Castilla y León, 3.100 mujeres de esas edades se quedaron sin trabajo a causa de la pandemia. Aumentó también la temporalidad que es hasta el triple de la que se registra en el colectivo masculino de la región.

La casi totalidad del personal sanitario dedicado a la enfermería son mujeres. La emergencia por el virus ha contribuido a resaltar su impecable dedicación y su inmensa labor. Pero no todavía a liberar lo suficiente de estereotipos la profesión. El cuidado en sus diversas variantes asistenciales se asocia casi de forma automática con un modo de ocupación femenina por esos injustificados clichés culturales arraigados subliminalmente. Entre los médicos, la mujer también representa la mayoría. Que en el caso de Zamora sea una mujer la máxima responsable del servicio de salud, Sacyl, no oculta la existencia de los desequilibrios que no se corresponden con las virtudes, el talento o el peso demográfico del género discriminado. Responden a segregaciones imperceptibles que van condicionando los comportamientos.

Quedar al margen de los ámbitos de la técnica y las empresas privadas supone renunciar a buena parte del futuro, un descuelgue demasiado peligroso en el camino hacia la igualdad

Alguien reparaba estos días, a las puertas de la celebración del 8 de marzo, en otros ejemplos curiosos de esos automatismos irracionales. Teniendo bastantes menos accidentes de tráfico que los hombres, las mujeres sufrían lesiones de mayor gravedad porque hasta la década de los 90 del pasado siglo los muñecos para simular choques –y por tanto diseñar en función de sus datos los sistemas de seguridad de los coches– obviaban la anatomía femenina. Tampoco el hecho de que una monja inventara uno de los lenguajes de programación más populares franqueó a las féminas la puerta hacia las enseñanzas científicas. La caída de la matriculación de mujeres en las denominadas “Stem”, las carreras vinculadas a la tecnología, desde la informática a la ingeniería o la física, es cada vez más preocupante.

Admitir que se ha progresado, alcanzando cotas inimaginables, no impide reconocer que aún queda otro tanto por recorrer. Cada Día de la Mujer importa. Especialmente la de hoy martes, con una reivindicación en un contexto de incertidumbre por el miedo a otra recesión de órdago a poco que la invasión de Ucrania derive por los peores derroteros. Cuando sufre la economía, lo padecen especialmente ellas. La brecha de género en la toma de decisiones persiste. Puestas ante el dilema de optar entre familia y carrera, un número elevado de mujeres se autoimpone restricciones en los ascensos. Puestos a designar cargos, muchos varones eligen varones. La cuesta empinada para desarrollarse en plenitud no solo las volverá a golpear por el flanco de la desemejanza de responsabilidades. Con indicadores desestabilizados, menos trabajos y peor remunerados.

Pero hay más boquetes. Urge la equiparación en el universo tecnológico, incomprensible e incongruente con los éxitos académicos: las estudiantes rinden por término medio por encima de sus compañeros. La sociedad actual demanda programadores, desarrolladores, expertos en datos y ciberseguridad. La inteligencia artificial las necesita. Dos años de parón han debilitado en nuestro entorno el músculo de una actividad ya de por sí frágil. Ellas reinan abrumadoramente en la función pública. Desaparecen en cambio en las ofertas de colocación privadas. Quedar al margen de los ámbitos de la técnica y de las empresas supone renunciar a una buena parte del futuro. Un descuelgue demasiado peligroso en el camino hacia la igualdad. Y, en fin, cómo no acordarse aquí, al reseñar retos por delante, del debate que enfrenta a feministas clásicas y posmodernas en torno a la identidad. Si la define el sexo o el sentimiento, una auténtica revolución social.

No cabe el pesimismo. Hoy vuelve la primera gran manifestación después de la que precedió al estallido de los contagios y el confinamiento de hace dos años. El movimiento había conquistado una inédita trasversalidad y unido como nunca a generaciones diversas, de abuelas a nietas. En este gran salto también deben implicarse los hombres. Como defienden activistas integradoras, esto no va de un nosotras o ellos, de un movimiento que consolide bandos, sino de combatir juntos con energía para revertir las diferenciaciones. Sin exclusiones, sin perseguir falsos culpables. Demostrando, en suma, que el feminismo es para todo el mundo. La sociedad, a paso agigantados, así empieza a entenderlo.