El 27 de mayo de 1952, los seis países firmantes de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero rubricaron la Comunidad Europea de Defensa. Con más problemas que realidades y lejos de las previsiones del Plan Pleven –que aspiraba a una CED a imagen y semejanza de la CECA; es decir, con una Alta Autoridad supranacional capaz de tomar decisiones vinculantes para todos-; pero lo cierto es que en ese tratado constitutivo se contemplaba, en su art. 9, la creación de las Fuerzas Europeas de Defensa que decía: “Se componen de contingentes puestos a disposición de la Comunidad por los Estados miembros, para su fusión en las condiciones previstas en el presente Tratado”. Múltiples razones explican el fracaso del proyecto; aunque sin duda, la principal fue la no ratificación del tratado por parte de la Asamblea Nacional francesa en 1954. Hecho que también hirió de muerte la prevista creación de la Comunidad Política Europea, que se preveía acompañase a la CED y que debía ser su indispensable motor. La integración de los países europeos se cimentaba en razones defensivas –no más guerras entre nosotros y defensa común ante cualquier agresor-, políticas –juntos seremos más fuertes en el sistema político internacional-, y económicas –simple economía de escalas-; pero, en menos de tres años desde la firma del fundacional tratado del carbón y del acero, la vertiente política y la defensiva se enterraban.

Voluntad política

Hubo que esperar cuarenta años para que el Tratado de Maastricht recuperase ambas vertientes; es decir, a que recobrase protagonismo la política sobre el mercado, para que la defensa común volviese a aparecer no sólo como reto, sino como necesidad. Sin embargo, ese segundo pilar de la Unión era tan débil que los socios europeos decidieron impulsarlo en el Tratado de Ámsterdam creando la figura del Alto Representante (AR) para asuntos exteriores y seguridad común (PESC y más adelante, su derivada la PCSD –seguridad y defensa comunes-). Rol que desempeñó, por primera vez, Javier Solana y que implicaba también ser vicepresidente de la Comisión. En 2004 se creó la Agencia europea de la defensa (AED) que, presidida por el AR, articula la coordinación y cooperación entre los gobiernos en lo referente a las capacidades defensivas. De hecho, es el responsable de articular una competitiva base industrial y tecnológica europea de defensa, a través de la integración de las industrias estatales en proyectos compartidos (por ejemplo, el avión A400-M). Algo que, desde 2017, se ve reforzado con el Fondo Europeo de Defensa: 5.500 millones de euros anuales destinados a completar las inversiones nacionales y a impulsar las capacidades de defensa europeas mediante el desarrollo de tecnología defensiva propia.

Los avances son significativos, la inversión desde hace cinco años es cuantiosa, las estructuras que permitirían activarla existen, EEUU ha dejado claro que la defensa de Europa es asunto de los europeos. La necesidad comienza a ser acuciante

El tratado de Lisboa no sólo consolidó la figura del AR como responsable de la PESC, de la PCSD, del Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) y de la AED; sino que la reforzó dándole entrada en el Consejo de la Unión y otorgándole la presidencia del Consejo de ministros de la Unión de asuntos exteriores. A todo ello se unen las estructuras generadas en 2016 por la AR Federica Mogherini: la revisión anual coordinada de la defensa (CARD), y una nueva estructura de cooperación permanente para aquellos Estados que quieran asumir un mayor compromiso en seguridad y defensa; la CEP.

A pesar de todo este progreso institucional, el 15 de octubre de 2021, la presidenta de la Comisión europea, Úrsula Von der Leyen, en el discurso sobre el Estado de la Unión afirmó que, en los últimos años, “hemos comenzado a desarrollar un ecosistema de defensa europeo; pero lo que necesitamos es la Unión Europea de Defensa”. Pero tenía clarísimo por qué no se alcanzaba: “Lo que nos ha frenado hasta ahora no es solo la falta de capacidad, es la falta de voluntad política”. Por su parte, el actual AR, Josep Borrell, indicó el pasado 1 de marzo que “los países europeos tienen que invertir más y mejor en Defensa (…) Una inversión de un punto o punto y medio del PIB no está a la altura de los desafíos que tiene la UE”.

Han pasado siete décadas desde que, por primera vez, los socios europeos tuvieron clara la necesidad de articular no sólo una defensa común, sino dotarla incluso de una herramienta integrada: unas Fuerzas armadas europeas. Los avances son significativos, la inversión desde hace cinco años es cuantiosa, las estructuras que permitirían activarla existen, EEUU ha dejado claro que la defensa de Europa es asunto de los europeos. La necesidad comienza a ser acuciante: Rusia ha invadido Ucrania, quién sabe si le seguirá un pogromo, aviones rusos ya merodean por el espacio aéreo sueco… Sin embargo, el peso de las soberanías estatales y la vinculación de la defensa a las mismas sigue pesando más; aunque ello sea menos eficaz y menos eficiente. ¿Por qué si Europa lleva setenta años convencida de la necesidad de un escenario de defensa común es incapaz de activarlo? ¿Qué lo impide?

(*) Catedrático de Ciencia Política y de la administración

Universidad de Barcelona