Inevitablemente, tenemos que volver a hablar de la situación en Ucrania, tras confirmarse la intervención militar rusa por tierra, mar y aire. Una escalada militar que apunta a que, tras entrar en las autoproclamadas repúblicas de Donetsk y Lugansk, la intención de Vladímir Putin es, al menos, ocupar por entero el Donbás, incluyendo el puerto de Mariúpol, en el mar de Azov. Previsiblemente, el objetivo sería cerrar la salida de Ucrania al mar tras alcanzar tanto la península de Crimea como Odesa.

Está dentro de lo previsible que Rusia ataque Kiev [ya ha habido bombardeos en el aeropuerto y algunos puntos de la infraestructura militar de la capital, y el Ejército ruso ha tomado el control del cercano Chernóbil] y otros lugares al sur del país hasta el curso del río Dniéper, con más ataques aéreos como los de este jueves o, incluso, una ocupación militar sobre el terreno. En el particular análisis coste-beneficio de Vladímir Putin, el coste para Rusia será el mismo tanto si su intervención es limitada como si es ambiciosa.

Tal situación dejaría a Ucrania con alrededor de la mitad de su territorio reconocido internacionalmente, inmersa en una crisis política que podría llevarse por delante al gobierno de Volodímir Zelenski, sustituido por otro más propenso a doblegarse a los intereses de Moscú.

Rusia conseguiría sus objetivos: la anexión del este y el sur de Ucrania, “restaurando” la gran Rusia eslava –que incluye Bielorrusia–; cegar el posible ingreso de Ucrania en la OTAN, y comprobar la incapacidad de Occidente para hacerle frente. Putin está dando un paso decisivo en la recuperación de la esfera de influencia que ambicionaron los zares y se plasmó en la Unión Soviética.

Las sanciones funcionan

Vuelve a quedar demostrado que, ante regímenes dispuestos a utilizar la fuerza militar sin complejos para cubrir sus intereses y objetivos, no bastan ni la diplomacia ni la disuasión no militar. Y que la asimetría económica y de capacidad industrial –que no permite a Rusia a sostener una guerra a medio y largo plazo– no es obstáculo a la hora de la audacia y el cinismo a corto. La prueba es que las sanciones que Occidente implementa en estos momentos, siendo realmente costosas para Rusia, Putin y su entorno, no han generado la retirada de la amenaza, ni tan siquiera la distensión.

Y ello a pesar de que las sanciones económico-financieras afectan de manera muy significativa a entidades financieras clave para Moscú, en las que se apoya para financiar la proyección interna y externa de su poder. Asimismo, afectan de manera personal al entorno inmediato de Putin, incluidos los oligarcas y su sostén financiero y económico desde el exterior. Las sanciones les afectan a ellos y a sus familias, evitando el flujo de recursos que invierten en Londres, París o Nueva York, flujo que luego revierte luego en Rusia y, en particular, en Putin y su círculo. Además, se corta el acceso de Rusia a los mercados internacionales occidentales y se paraliza de forma indefinida la puesta en marcha del Nord Stream 2, decidida ya por Alemania antes de que fuera implementada por Estados Unidos.

Por último, vamos a ver restricciones comerciales relevantes, sobre todo en el ámbito tecnológico –Rusia es muy dependiente de Occidente en determinados suministros vitales–. Quedaría aún margen para ir más lejos en el ámbito financiero, incluida una eventual expulsión del sistema SWIFT, que permite los flujos financieros en dólares y otras divisas en todo el mundo.

Rusia está preparada para las sanciones

No son, pues, sanciones baladíes. Sin embargo, Rusia se ha preparado para ello. Acumula un enorme volumen de reservas –del orden de 600.000 millones de dólares–, ha reforzando sus lazos comerciales, tecnológicos y energéticos con China y otros países afines, y flexibilizado su normativa bancaria para asegurar su solvencia, al menos a corto plazo.

Las sanciones son un arma de doble filo, ya que afectan también a los intereses occidentales, en particular las que afectan al comercio de hidrocarburos, sobre todo el gas. En especial, a los Estados miembros de la UE más vulnerables, entre ellos Alemania.

Sin embargo, hay una diferencia. Mientras Rusia es una autocracia con un control totalitario creciente de la población, los occidentales son regímenes de opinión pública libre y menos proclives a asumir las consecuencias económicas y sociales –incluida la masiva llegada de refugiados– derivadas de las sanciones y, por añadidura, nada dispuestos a una confrontación militar.

La crisis ha tenido como efecto un reforzamiento a corto plazo de la OTAN y del vínculo atlántico. Se ha reforzado el despliegue militar en los países fronterizos de Rusia más amenazados, como los Bálticos, Polonia y los Balcanes orientales. Algo que va claramente en contra de la exigencia rusa de volver a la situación previa a la primera ampliación de la OTAN, y de su intento de debilitar la cohesión europea y atlántica. Occidente, sin embargo, transmite cierto mensaje de impotencia, lo que manda una señal muy inquietante a China en relación a sus aspiraciones sobre Taiwán. China está siendo muy cauta, buscando un equilibrio entre su apoyo verbal a Rusia y sus propios intereses a largo plazo, que no son coincidentes.

En definitiva, constatamos que Rusia quería la guerra desde el principio. Sus reiteradas manifestaciones de que no quería invadir Ucrania muestran ahora su manifiesta falsedad. El uso de los pretextos habituales –desde proteger a los ciudadanos rusos o pro-rusos a responder a inexistentes provocaciones por parte de un régimen que califica nada menos que como pro-nazi y genocida– son una mera pantalla para llevar a cabo un designio previo.

Rusia quería la guerra y la está haciendo, y su cálculo sobre la insuficiente reacción de Occidente, por desgracia, está siendo acertado. Al menos a corto plazo.