A lo largo de mi vida me he enfrentado a numerosas situaciones, en primera persona o simplemente como espectadora, en las que el comportamiento humano despierta la sorpresa y la incomprensión por maldad o egoísmo. Nos ha pasado a todos.

De pequeña, pensaba en la existencia de buenos y malos, quizás por aquello de la herencia judeocristiana. Siempre recuerdo lo que me contaba mi madre sobre su sorpresa al ver por primera vez, cuando apenas tenía seis años, a miembros del bando contrario durante la guerra civil y descubrir que eran hombres normales. Había escuchado tantos horrores que los imaginaba con apariencia animalesca y demoniaca.

Haber sufrido nunca me pareció razón para hacer sufrir a otros

En el fondo, nos queda a todos una pizca de ese sentimiento. Cuando escuchamos relatos en primera persona de los abusos cometidos durante años sobre víctimas menores acorraladas en su propia infancia en colegios católicos, delitos reprobables casi más allá que cualquier otro, no dejamos de ver reacciones que recurren a la salud mental. Estaban enfermos, afirman algunos. Parece imposible que una persona en sus cabales pueda actuar de ese modo y seguir respirando normalmente como cualquier mortal digno de ese nombre. Y si prestamos atención, cada vez que ocurre algún crimen reprobable de escala pública, los supuestos expertos y comentaristas de la actualidad derivan con facilidad a esas mismas dudas. Será que le pasa algo y desconocemos qué otros horrores pudieron provocar tamaña barbaridad. Como, también, dice mi madre, entonces – ruego disculpen la simplificación del término – a todos los locos les da por lo mismo. Según ella, por el mismo precio, podría darles por hacer el bien compulsivamente.

A mi modo de ver, el miedo a tener que enfrentarnos un día de cara con ella, nos hace evitar pensar que la maldad, en su estado puro y sin razón, existe. Intentamos racionalizar lo que puede ser que no alcancemos nunca a comprender porque no compartimos, afortunadamente, los ingredientes que la crean. No niego que acciones violentas o simplemente malvadas puedan tener origen en experiencias desgraciadas y retorcidas, evidentemente, pero no creo que sea excusa y, desgraciadamente, los años me han mostrado que así es. Haber sufrido nunca me pareció razón para hacer sufrir a otros. Escuchar, o ver, las palizas de tu padre a tu madre no te vuelven necesariamente violento. Padecer abusos no te convierte necesariamente en un abusador, como está ya más que demostrado. Lo único que perdura siempre es el dolor y la herida. La vulnerabilidad.

Como en las películas de terror, el efecto destructor se multiplica en las víctimas si el mal va ataviado con el rol de progenitor o persona amada, de protector, quizás un médico o un policía. Quizás un profesor, aún más si es en una institución religiosa

Como en las películas de terror, el efecto destructor se multiplica en las víctimas si el mal va ataviado con el rol de progenitor o persona amada, de protector, quizás un médico o un policía. Quizás un profesor, aún más si es en una institución religiosa, con todo lo que ello conlleva. Ese momento en el que crees que el protagonista por fin ha conseguido salvarse del peligro que le acechaba por haber encontrado refugio y el plano se centra en la mirada críptica y malvada de aquel que acoge al que huye, dando a entender un calvario que comienza.

Resulta tan viejo como la misma existencia humana. El bien y el mal enfrentado en las diversas lecturas de la historia. Leyendas y clásicos bebieron de la necesidad de luchar contra un enemigo común, ejemplo de todo aquello que hiciera posible unir a gentes diversas con necesidades diferentes, creando entes malignos identificables por la masa. Sin embargo, cuando el destino nos pone al alcance de la verdadera maldad, la recibimos vulnerables y sin saber cómo reaccionar. No hay bandera ni credo que pueda servir de parapeto.

Es posible que todo lo que hemos vivido últimamente nos haya quitado capas de protección. Somos aún más vulnerables. Esa sensación que, en cierto modo hemos vivido todos, de punto crítico en nuestra vida nos ha hecho replantearnos nuestra existencia de un modo u otro. Cada uno en su situación y momento, ha mirado hacia atrás y adelante, lo haya confesado o no. Nos hemos descubierto mirando a nuestros mayores pensando en lo absurdo que puede resultar todo en un segundo, planteándonos conceptos fundamentales de nuestra vida que quizás eludiéramos confesar. Temas rescatados de nuestro yo profundo, aunque sea solo para discutirlos en silencio con uno mismo, que nos devuelven a lo fundamental de nuestro existir. Un ejemplo, tema de numerosos artículos, son los trabajadores de multinacionales americanas que han decidido abandonar sus trabajos, bien remunerados y de alta exigencia personal, por otros radicalmente distintos que les permiten desarrollarse familiarmente y como individuos. Cuestión de prioridades. Esas prioridades que tan a menudo se dejan de lado en pro de decisiones oportunistas que, supuestamente, mejorarían nuestro futuro. Algún día. Algún día se ha hecho muy lejano para algunos últimamente.

Víctimas silenciadas

No resulta baladí, desde esta perspectiva, que las declaraciones del escritor Alejandro Palomas hayan desencadenado los relatos de muchas otras víctimas que permanecían silenciadas. Su “algún día” ha llegado al fin y hemos podido escuchar, en mi caso con mucho esfuerzo, el relato pormenorizado de lo que no dejan de ser pequeños flashes de una terrible experiencia infinita. No creo que sea una cuestión de sensibilidad exacerbada ni de empatía enfermiza. Me resulta complicado ver cómo situaciones de maldad objetiva acaban sometidas a valoraciones y escalas de medida, como el tiempo de sufrimiento o los años de prescripción. ¿Prescripción? La violencia, del tipo que sea, aún más si es ejercida sobre personas en situación de dependencia, me provoca nausea y sudores. No se me olvidan los ancianos que han sufrido durante la pandemia lo que ni siquiera somos capaces de imaginar. Aislados. Abandonados.

Niños que ya no lo son han reunido el valor para narrar lo padecido durante años por parte de religiosos que pretendían ser su cobijo. Niños muchas veces poco sociables, diferentes, sensibles, a veces con problemas familiares, que creían encontrar un refugio y se toparon con el malo de la película. Todos ellos merecen ser escuchados, pero no para que nos llevemos las manos a la cabeza y discutamos sobre si aquellos innombrables estaban enfermos o enajenados, ni para utilizarlo como arma política y abrir un supuesto debate sobre lo atacada que se siente la Iglesia, sino para que, una vez sabido y probado, se conviertan por fin en víctimas confirmadas, víctimas que deben ser ayudadas, respetadas y resarcidas. Todavía me sorprende ver cómo eluden el tema algunos que sí hicieron bandera de otras víctimas, las del terrorismo. Se me hace difícil una supuesta categorización de las víctimas atendiendo a intereses que solo pueden resultar oscuros. Malignos. El mal agrede, violenta, viola, mata, bajo la forma que mejor le viene. Va siendo hora de cumplir con los que lo padecieron y, sobre todo, con aquellos que todavía lo sufren. Allí donde se encuentren. Sin excusas, ni banderas ni credos. Lamentarlo no es, ni será, nunca suficiente.