El salto a la arena política del magnate mediático Berlusconi culminó la imposición de una subcultura que ha sobrevivido a la convulsa trayectoria de “Il Cavaliere”. Desde hace un cuarto de siglo se viene hablando de la “berlusconización”, primero como un fenómeno de impacto en Italia, aunque el exprimer ministro ya advertía de su intención de “enderezar” Europa. Si por “berlusconización” de la sociedad se entiende acostumbrarnos al uso de la demagogia y a la banalización de derechos fundamentales en democracia, puede que el amo de la televisión italiana, cuyo modelo ha exportado con éxito también a España, esté cerca de llegar a su objetivo.

Cuando nos movemos en un escenario político en el que ya no se diferencia el ejercicio de la oratoria parlamentaria del espectáculo televisivo, cuando las campañas electorales se asemejan más a una puesta en escena que a buscar la comunicación real con el votante, la democracia se debilita. Puede que ya hayamos ido un paso más allá, que asistamos a las caricaturas de la caricatura del fascismo que representaba Berlusconi.

En 1997 una mujer, Ana Orantes, daba visibilidad a la que sigue siendo una de las peores lacras sociales en todo el mundo. En un programa televisivo describió un infierno de malos tratos físicos y psicológicos sufrido a manos su marido. Pocos meses después, la quemó viva. El verdugo cumplió con la sentencia que llevaba años ejecutando a plazos, sin que nadie alzara el dedo para decir que nada de aquello eran “cuestiones de pareja” en las que nadie más podía intervenir, ni siquiera la Justicia. La muerte atroz de Ana Orantes fue el punto de partida para una ley contra la violencia de género imprescindible y que, a la vista está, sigue siendo insuficiente.

Cuando nos movemos en un escenario político en el que ya no se diferencia el ejercicio de la oratoria parlamentaria del espectáculo televisivo, la democracia se debilita

A veces llegan al periódico grupos de estudiantes que visitan nuestro Museo dedicado a la Historia del Periodismo. Entre portada y portada de los últimos 125 años, les relatamos cómo medio siglo atrás, que en términos de juventud puede parecer el Jurásico, pero que en contexto histórico equivale a ayer por la mañana, una mujer en España no podía trabajar, ni abrir una cuenta en un banco o comprar una lavadora a plazos, sin permiso de su padre o su marido. Y se ríen, sobre todo las chicas, como si se tratara de una chifladura viejuna. Por supuesto, tampoco saben quién fue Ana Orantes. Eso sí, saben quién es Rociíto, gracias al folclore mediático desatado en torno a algo tan serio como la violencia de género y la agresión de una menor hacia sus progenitores. Por supuesto que Rocío Carrasco tiene todo el derecho del mundo a denunciar su situación, pero de ahí al espectáculo bochornoso y la bendición de una ministra de Igualdad, hay un trecho peligroso. Y el fondo sigue sin abordarse, porque lo que dicen los estudios es que esas niñas que se miran en el espejo de la famosa de turno ven normal, en un porcentaje mayoritario, que sus novietes les espíen el teléfono o les digan cómo tienen que vestir.

El peligro del bosque catódico

Cierto sector de la izquierda se suele perder con asiduidad en debates estériles que, al final, permiten que el fango siga depositándose, contaminándolo todo. Las redes sociales arden con el “él, ella, elle” mientras decenas de Anas Orantes siguen muriendo cada año; la brecha salarial entre hombres y mujeres se ha agrandado con la pandemia y estamos retrocediendo en la presencia femenina en la ciencia. No se han percatado de que la berlusconización provoca que una parte importante de la sociedad agarre el rábano por las hojas y, como consecuencia, desarrolle una urticaria que impide distinguir al árbol en el bosque catódico cuando llega la hora de votar. El resultado es que millones de personas parecen de acuerdo a volver a la época pre Ana Orantes, atendiendo al ideario votado. Así, hay quien se atreve a defender postulados machistas y homófobos y exigir su aplicación para otorgar estabilidad en gobiernos sin importar que atravesemos el mayor momento de crisis desde la segunda guerra mundial.

Pero el espectáculo debe continuar: otro personaje de la farándula, Kiko Matamoros, acaba de declararse víctima de abusos sexuales en el colegio de curas donde estudió. Un asunto igualmente de fondo y candente con el mismo peligro del caso anterior: ojalá esta vez no se acabe banalizando a fuerza de explotar el lado morboso de semejante sufrimiento. Justo cuando la Iglesia empieza a dar pasos en lo que debió abordar ya hace mucho. Y no, el papa Francisco no es comunista, tampoco cuando acude a Lampedusa a dar testimonio del drama de la inmigración. Esos son los mínimos que marcó Jesús de Nazareth. Quizá algunos madruguen para ir a misa, pero duermen la siesta cuando se lee el Evangelio en los templos que dicen defender. La consagración de lo superfluo ha enfermado gravemente a la democracia. Solo la reflexión, la concordia, la capacidad crítica para priorizar y distinguir lo trascendente de lo banal puede devolverle la salud.