Recuerdo que cuando era niño las únicas imágenes que podía disfrutar estaban en los libros, en los tebeos que me compraba los domingos con mi raquítica paga, en alguna fotografía casera amarillenta y, especialmente, cuando iba al cine a “Los Luises”, que se proyectaba los domingos en un local más parecido a un almacén o garaje destartalado, en la Plaza del Cuartel Viejo, ligado al colegio Corazón de María. Poca cosa más. Por tanto, el consumir una imagen era palpar las hojas de papel o mirar intensamente una pantalla en blanco y negro.

Ya avanzada la edad, recuerdo especialmente las historias de Mafalda que no se quedaban solo en la imagen, sino que nos llevaba a una segunda intención reflexiva y/o crítica ya claramente social. Aun conservo varios de esos cuaderno de Quino. Cuando se popularizaron las cámaras de fotografiar, sus negativos debían pasar por un complejo proceso químico que terminaba en la imagen real, casi todas de familiares o de ciudades visitadas o con amigos. Asimismo, los más ordenados las pegaban en enormes álbumes que acababan en cajones durante mucho tiempo y solo veían la luz en determinados acontecimientos o visitas de familiares. La aparición del ordenador, la microelectrónica y las redes sociales han revolucionado totalmente su manejo, almacenamiento y utilización, que en parte ha salido del entorno personal/familiar al exterior de las redes y dispositivos inteligentes. La sociedad actual es una sociedad eminentemente visual que siente una fuerte necesidad de reconocimiento y aprobación por parte de los demás. Una cosa es tener unas cuantas fotografías de recuerdo, con las que incluso poder hacer láminas o lienzos decorativos y otra cosa muy diferente es vivir por y para hacer fotos y vídeos y subirlos lo antes posible a las redes.

Ante el exceso de consumo de imágenes, de información y de objetos, el ser queda a un lado y solo importa el objeto como novedad. Y ello genera un estado de capricho, insatisfacción y frustración

En esta época de auge de la imagen se prioriza el hecho de obtener imágenes de aquello que estás haciendo por encima de disfrutar de la experiencia en sí misma. Es habitual ver a gente que asiste a espectáculos como conciertos, teatros o eventos musicales, que se pasan todo el tiempo mirando el espectáculo a través de la pantalla de sus móviles para poder grabar un vídeo que, además, tendrá una mala calidad tanto de imagen como de sonido. Cuando lo lógico sería disfrutar del espectáculo in situ, disfrutar de la experiencia y construir una agradable red de recuerdos vitales. Si en un grupo, alguien saca una foto con su móvil lo primero que hace es mostrarla al resto. Piden un reconocimiento de su acción inmediato.

La pregunta que uno se hace es: ¿Por qué digitalizamos nuestras experiencias de vida? Parece que para compartir “historias apasionantes” en las redes sociales, para que los demás puedan ver qué estoy haciendo y, sobre todo, para que luego puedan comentar e interactuar digitalmente con otros que a veces ni los conoce. Y eso no es más que una búsqueda de la aceptación, un intento descarado de engordar nuestro ego. Cuando lo realmente valioso es construir relaciones personales y vivencias fuertes y reales, no fotografiarlas.

Así es nuestro comportamiento en un mundo capitalista, donde ante el exceso de consumo de imágenes, de información y de objetos, el ser queda a un lado y sólo importa el objeto como novedad. Y ello genera un estado de capricho, insatisfacción y frustración.