Leer para darte cuenta de que la lengua escrita no solo es lo que compone el mensaje del WhatsApp o los rótulos del telediario. La lengua informa, pero también deleita, sacude, evoca o denuncia. Leer para saber lo equivocados que estaban quienes en las instituciones de enseñanza te hablaron del libro como un mazacote objeto de examen. No es mazacote, es organismo vivo: nace, crece y se reproduce. Leer para ser consciente, con Chirbes, de la violencia que encierran las palabras nuestras de cada día. Las palabras las carga el diablo. Las palabras se adhieren a tu piel, confeccionan tus vestidos y ya no tienes ocho años para que tu madre te diga qué ropa has de llevar al cole. Leer para ser capaz de deshacer las frases hechas y de atar un perro verde al árbol que está en el centro de los lugares comunes. Ya no dejarse llevar, ya no la dulce inercia; ahora, sutilizar la mirada, aguzar los sentidos. No será fácil. Como dice Marta Sanz, tanta lectura, tanta lucidez de golpe duele más que un pinchazo de reúma en las articulaciones. Pero merecerá la pena, sabrás que la realidad es como un calcetín al que se le puede dar la vuelta: los hilillos sueltos y los dibujos deformes están al otro lado.

Leer a quienes nacieron en el mismo terruño que tú para saber que el más alto conocimiento no viaja en avión, ni lleva corbata: siempre estuvo ahí

Leer para desarrollar una sensibilidad literaria que no te subirá a ninguna torre de marfil, si tú no quieres. Te acercará más a lo humano: al amor, a las verdades chiquitas, a la amistad, a la muerte, a la mierda, al desengaño, al pisotón en el último dedo que te salvaba del precipicio. Leer, ahora que la identidad deja de ser arma para convertirse en grillete, y así poder decir, con Daniel Link: no sé lo que soy, pero sé los libros que he leído. Leer para aceptar una invitación al diálogo: de un lado de la mesa, Virginia Woolf o Edmund White, y de otro, tú, lector o lectora. Leer para caldear la habitación con las palabras de los otros, para metamorfosearnos con el relato en escarabajo y en mariposa. Somos las historias que nos contamos. Nuestra forma de ver está hecha, en gran parte, de combinaciones de verbos, sustantivos y adjetivos. Las palabras son trozos de mundo. Ingerimos porciones de lengua: los estudiosos hablan de dieta cultural. Leer hasta encontrar el libro que te sepa tan rico como el cocido de la abuela. Leer, y así sentirnos cerca de los agitadores de palabras, de quienes zurcen el lenguaje y también de quienes, con suavidad aparente, acarician el cristal del coche con el dedo índice y dibujan su verdad encima de la capa de polvo.

Leer para estar tranquilo un momento en la era de la aceleración, para sacar al tiempo de la ecuación que somos. La literatura como lenitivo. Leer poesía para huir del “yo” ensimismado: saber que otros estuvieron aquí antes que tú, sintieron los mismos miedos y celebraron la vida de formas más o menos parecidas. Leer versos para reconocernos, para redescubrir la belleza que se nos escapó de las manos cuando dejamos de ser niños. Leer para que tu silencio sea el eco del grito de quienes ya no están. La lectura como abrazo póstumo. Leer para estrechar lazos, para flotar en los ojos del otro y evitar mirar al suelo, porque quizá no haya suelo. Leer a Clarice para ver cómo la realidad está preñada de significados que están a punto de nacer, en estado de preclímax. Leer a quienes nacieron en el mismo terruño que tú para saber que el más alto conocimiento no viaja en avión, ni lleva corbata: siempre estuvo ahí, aguardando. Leer a Claudio y a Agustín. Leer para hackear el segundero del reloj. Para sentir que nosotros, aquí y ahora, somos algo más que nosotros, aquí y ahora.