Por una brutal expulsión, llegamos a un medio desconocido y adverso, se nos despide sin contemplaciones, y gritando, y solicitando ayuda nos adentran en un mundo en el que las despedidas van a ser constantes.

Después del empujón doloroso del inicio, aún quedamos conectados a la madre, pero unas enormes tijeras de forma brusca y sin contemplaciones, pone fin a esa ya débil conexión.

Estamos ya aquí, hemos llegado a la primera estación, agotados e indefensos, tenemos que recibir ayuda de inmediato, carecemos de habilidades y nos enganchamos como lapas a un pezón. Va a ser nuestra fuente de vida, un tesoro que nos costará abandonar, incluso tanto, que muchos nos quedaremos situados en esa fase de oralidad, de imperiosa y vital necesidad de poseer, de tener, de acumular.

La despedida final es además de definitiva, en ocasiones traumática, al haber sido desvirtuada, pues formando parte de la vida, la sentimos lejana y ajena y la escondemos

El dolor es enorme cuando nos retiran el chupete, ha sido además de alimento, fuente de placer, tan agradable, que en ocasiones nos lleva al éxtasis, pero la vida es dura, el camino escabroso, y en ocasiones difícil de transitar, es, después de la expulsión brutal, nuestro segundo gran trauma.

En la mayoría de los casos, se sigue refugiado en la casa como prolongación del útero, calentitos, rodeados de otros seres como nosotros, de los que iré aprendiendo y preparándome, para resistir a una segunda expulsión.

Con los hermanos y familia en general, aprenderé a compartir y a competir, a ser solidario, cicatero y egoísta, a empujar y ser empujado, a tomar lo que no es mío y al dolor de dar algo, a desear y a frustrarme por no poder conseguir, a atropellar y avasallar, a la vez de, a recibir maltrato. Será una escuela de pequeñas dimensiones.

Y cumplo tres años, aquel día se abren nuevas puertas en mi camino, inicio una nueva carrera, primero me desplazan a un lugar ajeno a mi cómodo y confortable útero, segundo me rodean seres que no conozco, con lo que tendré que desarrollar las habilidades sociales aprendidas, y tercero los referentes o profesores, son menos permisivos que los padres.

Así transcurren unos años, en los que casi sin situarnos llegamos a otra despedida, cuando dominamos el ambiente y comienza el disfrute del mismo, tengo que partir, otro medio me espera, y cada nueva etapa es más exigente que la anterior.

Es un dilema muy grande, casi un laberinto, con muchos niños como yo, pero además los hay mayores que dan miedo, y son muchos profesores, muchos padres, mucha gente, casi no lo entiendo, me cuesta encontrar mi clase, comentar con los demás, entender al profe, y después en las horas de juego en el patio, se me desdibuja todo, es como un bosque plagado de árboles que me impide ver.

Pero cada mañana acudo al gran edificio, que por otra parte cada día se hace más pequeño, lo conozco mejor, lo entiendo mejor, incluso lo domino. Ya tengo amigos me lo paso bien, hago deporte, incluso pertenezco a un equipo que me permite competir fuera del colegio. Ya sé que es el colegio, el edificio, y además conozco a mucha gente, amigos de mis hermanos, a sus compañeros, padres de amigos, la verdad que es un placer muy agradable. Lo único, es que hay que estudiar, y sobre todo aprender a estar.

Así, llega el último curso, y con él la despedida, ésta, más entrañable y dolorosa, han sido muchos años juntos, y partimos para diferentes facultades y escuelas, motivo de comentario permanente, pero el curso termina y con él “él hasta otra”, aunque es probable que nos sigamos viendo en vacaciones.

Llega la escuela superior, facultad o formación profesional, donde nuestras visiones son diferentes, hemos cambiado, con lo que la forma de comunicación y de ser con los otros es más comedida, y selectiva. Ya no somos grupos numerosos, somos dos o tres, los que compartimos, conectamos, y discutimos, como transitar por este mundo, cómo responder a cada situación de peligro, como salvar los diferentes obstáculos. Nos damos ánimos y esperanzas, nos solidarizamos, creamos íntimas amistades, compartimos casi todo desde el afecto y la fidelidad, incluso nace alguna pareja cuya simpatía afecto y amor, es un acicate que suaviza el sufrimiento.

Pero lo de siempre, llega una nueva despedida, y terminamos los más en otros mundos, somos titulados, lo que hemos pasado, que felicidad, que gusto, que placer tan infinito, quizás el mayor de los placeres. Ha sido un largo esfuerzo, y por fin llega el final y con ello un nuevo rumbo, y muchos de ellos viajando en grupos de dos, poniendo las bases de la generación de nuevas vidas.

Otras despedidas más dolorosas, nos llegan con la expulsión del puesto de trabajo, si bien es cierto que cada día es menos frecuente, por la escasez y singularidad del mismo. La despedida de la familia, previa a formar la propia ya no tiene nada de singular, se da una continuación entre ambas, tras la que sucede una elección, es todo una continuidad, normalmente no se observa un tránsito explícito.

Y la despedida final, que merece capítulo aparte, es además de definitiva, en ocasiones traumática, al haber sido desvirtuada, pues formando parte de la vida, la sentimos lejana y ajena y la escondemos, la arrinconamos, cuando en realidad supone un hasta luego, y además nadie se va jamás del todo, quedan aquí sus recuerdos y sus genes.

(*) Médico psiquiatra