De los casi ciento diez vecinos que fuimos en el pueblo, quedamos menos de cincuenta. En menos de un cuarto de siglo, hemos perdido más de la mitad de la población. Hace veintidós años, existían seis granjas familiares de gochas, pero a la industria de la carne no le gustan las granjas familiares.

En su día se propició el hundimiento de los precios, y el sector no movió un dedo por evitarlo. Los jóvenes tuvieron que cerrar sus granjas para cambiar de oficio y los mayores lograron sobrevivir hasta la cercana jubilación. Hoy estamos rodeados de macrogranjas, a pesar de que a la industria de la carne tampoco le gusta ese nombre que ella misma creó.

Es que antes, macrogranja sonaba a granja. Y la granja es ganadería.

La enfermera es quien más sabe de despoblación y desiertos demográficos, ella comprueba año tras año cómo se van vaciando los pueblos

Don Quijote llamaba gigantes a los molinos de vientos, pero a Don Quijote se le permite eso, y mucho más. Aunque en este caso, la industria de la carne tiene toda la razón, no se puede llamar macrogranja a lo que no es ganadería, porque es industria.

Y porque es industria, tiene la obligación de pagar impuestos de actividades industriales. Y porque es industria, debe tratar sus purines como residuos industriales. Y lo que es más importante, porque es industria, no puede cobrar fondos PAC.

Asolados por la peste macrogranjera, llegó la pandemia del COVID-19. Más tarde, el miedo a un posible colapso energético-económico que no llegó a producirse. Y la desbandada de las gentes del rural hacia las capitales sigue su curso, imparable, porque las macrogranjas no son ese tapón contra la despoblación que se nos quiere vender. Porca miseria.

Cuentan los aventureros, que cuando estás perdido en el desierto, solo y sediento, la desesperación y el afán de supervivencia te llevan a ver oasis donde no los hay. En marzo del 2020, ese mismo mecanismo cerebral llevó a los vecinos a soñar con que un coronavirus nos iba a devolver, como por arte de magia, a todos los paisanos emigrados.

Atiendo atónita a un debate televisivo, en el que políticos ataviados con trajes hechos a medida por un sastre artesano, en lugar de uno de mala calidad made in Zara, presumen de galones y se cuelgan medallas y estrellas al mérito por su ardua labor al frente de la crisis sanitaria. Cómo si la despoblación no hubiera hecho casi todo el trabajo; como si la despoblación no fuera la opción más segura de sobrevivir al virus. Sin gente, no hay contagio.

Julio Llamazares es el involuntario profeta de una nueva religión: la lluvia amarilla. Gentes de todas las procedencias y estatus realizan la ruta que lleva a Ainielle, como si fuera el nuevo Camino de Santiago. El autor leonés fue capaz de escribir sobre abandono, aislamiento y soledad, cuando La España Vaciada no era la marca publicitaria en la que se ha convertido. Y la nueva Consejería en la que se convertirá.

Dice George Orwell que dormimos a salvo en nuestras camas, porque hay hombres rudos vigilando en la noche y preparados para violentar a aquellos que nos harían daño. De bien nacidos es ser agradecidos, y por eso se agradece la vigilancia de esos tipos duros, a los que hoy mandan a Ucrania y mañana a Montelarreina.

Pero qué hay de esos hombres y mujeres recios de cuerpo y espíritu, bregados en el duro oficio del campo que nos dan de comer cada día. ¿Quién se lo agradece? Aunque, de qué sirve pedir gratitud, cuando lo necesario es exigir respeto. Respeto y una vida digna. Una vida digna y no esta campaña electoral absurda. Un esperpento en el que, como el payo de María de la O, nos prometen que la luna que pidamos, la luna que nos dan.

Cómo si la ineficacia en su gestión no fuera la causa de la despoblación.

En una ocasión, la enfermera que lleva pasando consulta por los pueblos de la comarca desde hace más de un cuarto de siglo, comentaba que si alguien sabe de desiertos demográficos es ella. Ella, que recuerda a todos y cada uno de los vecinos que emprendieron el difícil camino que conduce al exilio forzoso, o el final, el que lleva los ríos a la mar.

Sin asistencia sanitaria. Sin cuartelillo de la Guardia Civil ni Seprona. Sin administración de justicia. Sin bomberos ni brigadas contra incendios. Sin servicios de asuntos sociales, y sin residencias de la tercera edad. Dejados de la mano de Dios, lo único que nos queda es aguardar un día y otro y otro más el acto final de la lluvia amarilla.

La única diferencia con respecto al final del último habitante de Ainielle, es que a nosotros también nos devorarán las ortigas después de que la muerte nos halle, como a Andrés de Casa Sosas, solos y abandonados por todos, pero eso sí, viendo Disney Plas gracias al 5G.