Tu cara, tu nariz respingona, tus labios con la vaselina de caja rosa, tus gomas del pelo en la muñeca y yo, como los novios de las películas, caminando hacia ti, impostando un saber hacer para que mis nervios no te dieran calambre y salieras corriendo. Allí iban los mayores a beber y a fumar. Allí estábamos los dos, mirando a un lateral, viendo un trocito de luna que se escondía y asomaba al otro lado del callejón, entre las hojas de la higuera. La duda última, el corazón encabritado. Y el dolor en el pantalón y los bultos en tu jersey y nosotros tan pequeños. Tu pelo. A qué olía tu pelo.

Un champú rosa, me dijiste, que tu abuela compraba en el super de la ciudad. En el pueblo no había súper y ya pensaba en ir a Zamora, comprar un bote y comer a cucharadas, como si fuera yogur de fresa, para empacharme, olvidarte un rato y que dejaras de ser el fondo de pantalla de mis sueños y pesadillas.

Caminamos hacia la salida del callejón y hasta lo áspero de las hojas de la madriguera era como una caricia aquella noche

El aire había ahuecado las hojas, soplaba más fuerte. Miramos a la luna llena, anaranjada ese día, y nos hizo gracia que todo estuviera en su sitio. Solo faltaban los violines y las ninfas revoloteando. “Como en las pelis”, dijiste. Estabas apoyada en la pared. Tu cabeza entre mis brazos. Yo miraba al suelo y me temblaban las piernas. La duda última, el corazón encabritado.

Tampoco esa iba a ser la noche del beso, pensé. Y miramos otra vez al cielo. Vimos los cráteres grises de la luna, la bandera que unos señores clavaron allí cuando nuestros abuelos eran mozos y sentimos el tacto del terciopelo lunar.

Caminamos hacia la salida del callejón y hasta lo áspero de las hojas de la madriguera era como una caricia aquella noche

“¿Va a ser esta la noche del beso?”

Te reíste y moviste la cabeza hacia los lados. Quería que la tierra me tragase. Pero los chicos de las películas no desparecían así, como el genio de la lámpara. Hice lo que hacían ellos: apreté la mandíbula y eché aire por la nariz.

Me pediste que abriera la palma de la mano y me diste una de las gomas del pelo, impregnada del olor del champú. La goma del pelo todavía estaba mojada y en tu muñeca había un círculo pálido. “Así de blanca estoy en invierno”. Llevabas en tu muñeca un medidor del bronceado. Te conté que a mí no me gustaba el sol porque me salían pecas por todo el cuerpo y el pelo se me aclaraba tanto que parecía que no tenía cejas. Dos manchitas rubias, casi transparentes, encima de unos ojos de expresión mutilada.

“No te preocupes”, dijiste. Sacaste el bote rosa de vaselina, que olía a verano y a películas de amor proyectadas en la pared de la plaza, untaste los dedos y dibujaste dos arcos encima de mis pestañas, como quien pinta una sonrisa. “Es un truco de una amiga, ella también es pelirroja”. El ungüento humedeció los pelillos y de la transparencia pasaron a un color castaño.

“Estos estarán esperando. Tenemos que irnos”, dijiste. “Un beso y ya”. La duda última, el corazón galopante. “Venga, uno solo”.

Y tú sabías más, yo no, porque solo había ensayado con los besos a mi antebrazo. Era como un baile, y como nadie nos veía, aunque tu fueras la chica, podía dejarme llevar como hacían las abuelas en los pasodobles. Me sentía una abuela feliz y bailábamos juntos. Quería estar así, con los ojos cerrados, hasta septiembre, probando de esta forma y así, de esta otra.

Me empujaste. “Vamos, anda”.

Caminamos hacia la salida del callejón y hasta lo áspero de las hojas de la madriguera era como una caricia aquella noche. La luna, más grande, se había acercado, en silencio. Salimos corriendo y estaba tan contento que me faltaba el aire. Con las cejas embadurnadas y el corazón bailando street dance, llegué al banco donde estaba el grupo, sentado como todas las noches, como si aquella no hubiera sido la noche del beso.