Creo que Waldo fue, aparte de la familia y mi pareja de entonces, la primera persona que se interesó por mi trabajo y me apoyó con generosidad absoluta. Yo había publicado un bisoño libro de poemas en 1971 y él acababa de sacar a la luz otro que, en realidad, más que un poemario era una compilación compuesta de tres: Palabra derramada, Toba, clavel y… viento, Grito de Estopa. Se trataba de su segunda colección de poemas. No recuerdo bien cómo ni por qué o por quién intercambiamos publicaciones y llegamos a conocernos. Waldo facilitó que pudiera realizar en la Caja de Ahorros de Zamora una exposición de pinturas también incipientes que tenían mucho de poesía visual, ya que resultaban correlativas a mis composiciones poéticas.

Supongo que las razones para que surgiera una amistad casi inmediata tenían que ver, más allá del amor por la poesía, con afinidades de las que no éramos del todo conscientes: por ejemplo, la “zamoraneidad” que compartíamos o una cierta impronta libertaria que podíamos, si no atisbar, intuir en cada uno de nosotros. Luego, estaba también “el aire bohemio” de nuestras respectivas figuras, que encajaba más con el de los personajes valleinclanescos de Luces de Bohemia que con la apariencia habitual de los escritores del último tercio del siglo pasado. Y es que Waldo lucía un aspecto de poeta decimonónico, de dandy de otro siglo, de bohemio que -a lo Emilio Carrere- recorriera de noche, envuelto en su capa, los recónditos rincones de las calles desiertas.

El de Waldo era otro frío, pues él encarnaba al libertario luchando en soledad, con la única posibilidad y amenaza de traicionarse a sí mismo. Lo que no es poco riesgo

Pero no era Waldo un ácrata que perteneciera a las tinieblas de la gran urbe y persiguiera sus secretos, sino un revolucionario de ciudad pequeña que no había olvidado su procedencia rural. Y que se erguía contra las sombras de la libertad perdida en la guerra civil. No formaba parte, a buen seguro, de los grupos de disidentes clandestinos que conspiraban contra el régimen de manera organizada, pero ya casi funcionarial o resignada y, en general, bien conocida por la policía franquista. Waldo no ocultaba apenas su disidencia. No integraba esos comandos o cédulas de individuos propensos y casi especializados -con el tiempo- en traicionar a sus propios compañeros. La historia sombría de Beltenebros. El frío de la clandestinidad. La paranoia de sentirse eternamente perseguidos. El de Waldo era otro frío, pues él encarnaba al libertario luchando en soledad, con la única posibilidad y amenaza de traicionarse a sí mismo. Lo que no es poco riesgo. Aunque tampoco era cosa que tuviera cabida en su universo vital:

“Nací bajo el terror de unas garras de plata/

en los campos abiertos, sin defensa;/

sombras de espadas locas frente al miedo del pueblo./

Hijo del miedo, sí, nací”.

La de Waldo era una lucha íntima para que el miedo a la represión y los desmanes de la dictadura no se convirtieran en temor a la propia existencia, al temblor de la vida; para que no prevalecieran en él los ecos que la guerra civil y la postguerra arrojaban sobre su propia biografía. Su vestimenta -en ese sentido- no constituía un disfraz de artista, sino el uniforme del ejército sin jefe de quienes luchan solos. Sin embargo, y aunque ni “los ladrones de ausencia” ni “los rateros de angustia” intentaran o pudieran robarle “la gris tristeza”, a Waldo el largo exilio interior acabó afectándolo; corroyéndolo:

“Como martillo, si fuéramos Martillo/

Como yunque, si fuéramos el Yunque;/

Como la Luz si fuéramos la Luz./

Pero somos el barro,/

pero somos la estopa,/

pero somos la sombra”.

Como a otros que eligieron esa forma cotidiana pero irreductible de luchar, el grito de denuncia y libertad los arrasó por dentro, hasta hacerlos casi enmudecer: “Tú tienes hambre, hermano, come y calla”. Como en el caso de Blas de Otero, con quien tanto coincide en tiempo y circunstancias, y a cuya poesía recuerdan muchos de sus versos, en la vida y obra de Waldo la resistencia se hizo raíz enroscándose hacia el corazón de la propia noche; día tras día, continuó en la lucha, aunque fueran desfalleciendo sus ganas mismas de luchar:

“No puedo haceros lucha,/

la he perdido, he perdido/

hasta la tosca rebeldía aquella

que borbotaba alientos

a veces sobrehumanos”.

En ese camino único, nada más suyo y jalonado de batallas solitarias, el lenguaje tenía también por fuerza que condimentarse con mucho de experiencia personal: en él afloran, según ya han señalado algunos estudiosos de su poesía, localismos y términos característicos del habla rural, más peculiaridades de grafía elegidas por el poeta como el uso de la K, o del “pa´” por “para”; más la identificación constante con otros modismos populares. Su poesía, tal como siempre ha ocurrido con los verdaderos creadores, era su lenguaje y su lenguaje el hombre; sin que, por ello, faltara -sino todo lo contrario- el sentimiento solidario con la comunidad, con los saberes y sentires populares. Así lo dejó escrito Waldo en un poema que parece un testamento:

“No quiero ser historia,

no quiero ser esteta,

ni brillar en los cielos

si no son los del pueblo”.

Copla de la tierra. Pena honda de cante. Toda una opción de vida, toda una declaración acerca del arte y de la cultura.

(*) Profesor de Investigación

`ad honorem´ del CSIC

Premio Castilla y León de Ciencias Sociales y Humanidades