La naturaleza social del ser humano y la necesidad de los otros desde el inicio de los tiempos no convierte las relaciones interpersonales en sencillas ni mucho menos; es más, son las más complicadas y complejas en tanto y cuanto que no están regidas por contratos explícitos y exigibles, sino por otros cánones, todos ellos abstractos, como la confianza, el amor, la complicidad, la simpatía, la afectividad, o la comprensión.

Es verdad que todos, digo yo, ponemos el mejor de nuestros propósitos en conservar aquellas relaciones que nos producen satisfacción, aquellas en las que nos sentimos a gusto, pero en la mayor parte de las ocasiones ponemos más atención en lo tangible que en lo intangible, quizás porque es mucho más cómodo y más fácil. Estamos pendientes de que no se nos pase un regalo, una celebración, cumplir una promesa, o un aniversario y, sin embargo, olvidamos un intangible que acaba siendo la pieza angular de cualquier relación entre humanos: la ilusión en su acepción de esperanza en que se cumpla algo que nos resulta atractivo. Algo que, por otra parte, no tiene ni siquiera que ser material, y quizás ahí radique el problema; puede ser vivir, o revivir, una emoción, tener una determinada sensación, pero, eso sí, en relación con otro u otros. Y nos olvidamos de cuidarlo, porque cierto es que no es fácil adivinar qué es lo que a los otros ilusiona, porque la ilusión está más allá de los gustos y, por supuesto, de las necesidades, y para poder aproximarse es necesario un grado de implicación, de complicidad, de atención y conocimiento del otro que exige algo de lo que andamos más que justitos, tiempo para dedicárselo y hacerlo de manera desinteresada y, sobre todo, con calma.

Cuando una población se siente huérfana de ilusiones, sencillamente, como en las relaciones personales, se siente acartonada, muerta por dentro. Y aquí anida no ya el desánimo, sino la destrucción del propio sistema democrático

Así que vamos caminando razonablemente despreocupados de todo aquello que no sea tangible hasta que la relación se tambalea y ahí es en donde se nos caen todos, quizás escasos, los pilares en los que creíamos sustentarla, porque lo que se adueña del espacio, y del alma, es la desilusión y ese es un mal negocio, tan malo que resulta irreparable, porque la desilusión lleva aparejada el tedio, que no es ni siquiera hartazgo, y de ahí no se sale con renovadas promesas, o regalos y mucho menos con victimizaciones de a partir de ahora será distinto. Sencillamente no se sale y lo único que se puede esperar es enterrar con dignidad la relación, que tampoco es fácil.

Quien haya leído hasta aquí, más allá de que esté de acuerdo o no, bien puede pensar que el asunto tampoco parece merecer este espacio. Vamos, que allá cada cual con cómo gestiona sus relaciones y si se acaba, pues adiós muy buenas y a aguantar cada palo su vela y, si te parece, toma nota para la próxima vez, o no.

Sin embargo, si pensamos en la relación entre los políticos y sus votantes, que no deja de ser una forma de relación interpersonal no basada en ningún tipo de contrato, que se pierda la ilusión puede dar resultados devastadores y no solo en el plano personal, sino colectivo, que es mucho más peligroso y ahí no cabe apelar a que cada palo aguante su vela.

Si los programas electorales los ciudadanos los sintiésemos como contratos, la relación con los partidos y sus líderes sería mucho más sencilla. Has prometido una serie de cosas, has incumplido aquella que a mí me parecía esencial, pues fin de nuestra relación y ya buscaré quien cubra mi necesidad, o me quedaré con las ganas. Pero el asunto no es así y los votantes no nos movemos por ese baremo, sino por la ilusión que un líder político es capaz de generarnos en un momento determinado. Y es esa ilusión la que hace que, a pesar de que nuestro líder haya incumplido aquello que nos ofertaba, sigamos estando dispuestos a seguir votándole mientras conservemos la ilusión y sigamos creyendo que será posible alcanzar con él aquello que queremos y que, generalmente, tiene más que ver con sentimientos que con hechos. Es por esto que, pese a las contradicciones, los incumplimientos flagrantes y hasta las desfachateces en asuntos que afectan al común, los políticos mantengan un amplio número de seguidores si continúan ilusionando y de ahí que esos vaivenes que, de tratarse de una relación contractual, harían que clamásemos al cielo o, quizás más efectivo, llenásemos las calles antorcha en mano, o los juzgados, denunciando semejante desbarajuste, acaban siendo obviados, cuando no justificados, y eso a pesar de que supongan la pérdida de millones de euros por su mala gestión. Pero seguimos ilusionados. Sin embargo, podemos ser absolutamente intransigentes con un comportamiento individual que, en sentido estricto, poca trascendencia tiene ni siquiera para nuestro bienestar, pero nos ha arrebatado la ilusión. Y ejemplos hay para aburrir al lector. Desde todo un presidente de los Estados Unidos que cae por una felación, o varias, de su secretaria, a otro del Reino Unido que está entre la espada y la pared por fiestas en pleno confinamiento, pasando, claro, por los comportamientos de los nuestros y aquí que el lector ponga los ejemplos que le parezcan, que no le faltarán a uno y otro lado del escandalosamente amplio arco parlamentario nacional y comunitario.

Y entonces, como en las relaciones más íntimas, aparece la desilusión con todo su cargamento de hastío. Pero con una diferencia más que notable. En las relaciones personales es un problema de cada cual, pero aquí son un problema social que se traduce en el descrédito de toda la clase política y, por ende, de la misma democracia. Y esto ya es otro cantar.

En un Estado democrático son imprescindibles los políticos, lo cual no les confiere el derecho a desilusionarnos y mucho menos a no ser responsables de las consecuencias de ese hecho. Porque cuando una población se siente huérfana de ilusiones, sencillamente, como en las relaciones personales, se siente acartonada, muerta por dentro, sin nada que les haga creer en que todo puede ser de otra manera. Y aquí anida no ya el desánimo, sino la destrucción del propio sistema democrático. Y de eso, como en las relaciones personales, que cada cual soporte, si es capaz, la responsabilidad que le corresponde, si es que le queda valor y, sobre todo, honradez y vergüenza.