A Martín Pino Jiménez y a mi hija Gala.

Aprovechando estos días de festividades a destajo, de amor sin medida, de buenos propósitos, de año nuevo, vida nueva, y de tantas y tantas frases grandilocuentes, manidas, sentidas, pero poco, y repetidas año tras año como una especie de mantra, he dedicado uno de ellos a comer con Martín, hijo de unos grandes amigos, y con mi hija, ambos veinteañeros y amigos del alma ambos a dos, cual los Raquel e Vidas miocidianos. La verdad es que la comida dio para mucho, porque la ventaja de comer con esta gente es que a la meteorología, la liga de fútbol, e incluso a la incidencia de la COVID le dedican poco tiempo. Así que me he limitado a escucharlos, cual convidado de piedra, con la clara convicción de que podía aprender mucho de su discurso.

Y ellos hablaban y hablaban de sus cosas, de sus sentimientos, de sus preocupaciones de futuro y de presente, de sus afectos y desafectos, de sus proyectos y de sus pasados y hasta de sus miedos. Los adultos podemos maquillarlo de lo que queramos, de buenismo navideño, o de tampoco es para tanto, pero la realidad, y de eso hemos hablado, es que lo que les hemos dejado es la asunción de que tendrán contratos basura, por mucho que se acabe de aprobar una nueva Ley laboral, de que independizarse antes de los cuarenta suena a canto mañanero de sirenas emborrachadas en estas festividades, de que parece que hay que hacer la ola por ser mileurista la generación más formada de toda la historia de España, de que no se van a jubilar en su puñetera vida y de que ellos serán la primera generación en lustros, siglos diría yo, abocada a vivir peor que sus padres. Y, claro, ellos dicen que quién es el valiente que se atreve a traer hijos a esta maravilla de mundo. Y todo esto se lo hemos dejado como si la conquista del Estado de bienestar no hubiese sido el fruto de generaciones y generaciones luchando, pero es que nosotros poco hemos tenido que ver en su conquista y mucho en su disfrute, pero ahora que parece derrumbarse como una sociedad piramidal, que en gran parte es lo que es, nos limitamos a dar por sentado que se perderá sin mover un solo músculo en su defensa.

La realidad es que a esta generación que a veces se menosprecia, que solo ocupa espacio en los medios de comunicación cuando hacen botellones, o delinquen, les hemos negado nuestro tiempo

Y hablábamos también, cómo no, de lo que en las guerras se llaman, de manera irrespetuosa y hasta insultante, daños colaterales, pero al respecto de nuestra gran guerra, la COVID. Porque muchas cifras hay de muertos y contagiados, pero aún no sabemos nada de los daños a largo plazo y poco se habla, aunque ahora parece que algo empieza a apuntarse, de las repercusiones psicológicas de una pandemia que no tiene fin y que ha dinamitado la vida social incluso más que la laboral. Y esto para mis jóvenes comensales es mucho, porque están en la edad de hacer su red social, de construir lazos de amistad y de amor que les sustenten y arropen durante lo que espero sea una larga vida. Y hemos hablado del norte y del sur, de los suicidios de los unos y los asesinatos de los otros, pero, sobre todo, hemos hablado del mundo que les hemos dejado en herencia a nuestros hijos; o sea, a esta pareja que me acompañaba en una comida de fin de Navidades.

En estas estábamos cuando Martín ha dejado caer la frase que da título a este artículo. Y la ha soltado así, como los jóvenes dicen sus cosas. Sin petulancia, sin sentar cátedra, de corrido y a otra cosa, sin darse importancia, pero dejándola ahí para que se piense cuando tengamos tiempo. Pero ahí estaba la frase. Y ahí me he incorporado a la conversación. Y hemos compartido nuestras cosas y nuestras miserias.

Porque la realidad es que a esta generación que a veces se menosprecia, que solo ocupa espacio en los medios de comunicación cuando hacen botellones, o delinquen, les hemos negado nuestro tiempo, como también, es probable, se lo hemos negado a nuestros padres; o sea, a sus abuelos.

Hemos trabajado sin denuedo para que, en la medida de las posibilidades de cada uno, no les falte de nada, les hemos pagado la mejor formación que hemos podido, les hemos protegido casi hasta la paranoia, sobre todo cuando el mundo al que debían enfrentarse era tan hostil que en cada esquina parece haber concertinas, y hemos echado horas y horas hasta la extenuación en nuestros trabajos para que todo les fuera bien y para que a nuestros padres, sus abuelos, tampoco les faltase de nada en el tramo final de su vida. Y han caído horas y horas y con ellas años y años en buscar todo aquello que se podía pagar. Pero quizá, y digo solo quizá, hemos olvidado que no es lo mismo valor que precio y nos hemos dejado la vida, la nuestra, en conseguir lo que tenía precio, pero hemos perdido de vista lo que tiene valor. Porque nada paga, ni siquiera una Visa oro, el tiempo que dedicamos a otro, esos momentos de escuchar lo que nos parece una tontada de nuestros hijos o nuestros padres, pero que para ellos es su vida, su jodida vida en ese momento, por mucho que nosotros estemos embriagados de la zozobra de nuestro trabajo, a veces hasta de éxito.

Puede que seamos la generación que más esfuerzo y dinero ha invertido en que sus hijos y sus padres tengan lo mejor de lo mejor, pero puede que se nos haya olvidado que los unos y los otros, a veces, solo nos pedían un poco de tiempo para hablarnos, y que los escuchásemos, de sus gilipolleces, porque esas gilipolleces eran su vida en ese instante que reclamaban nuestra atención, aunque la vorágine del día a día no nos dejase verlo.

Y así, tal vez, les dejemos una sociedad con más o menos dinero, pero sin afecto, y, por tanto, una sociedad condenada al fracaso, porque cuando todo parece derrumbarse alrededor, nada puede igualar el abrazo, la mirada comprensiva, la palabra de apoyo, el consejo, o, simplemente la escucha; el afecto, en una palabra, que sin él no hay ninguna comunidad de humanos, sea grande o pequeña, que pueda sobrevivir.