Los años en España empiezan de verdad el segundo lunes de enero. Una agenda nueva, el cuentapasos con batería, pescadito con verduras a la plancha. Todo eso ni asoma el día uno, todavía no.

Los agoreros dicen que nada cambia realmente al terminar las uvas, pero cambia todo. Las primeras gotas del champán descorchado caen sobre los últimos tachones del año que dejamos. Con el primer beso y el primer feliz año, hija, se abre la página en blanco: ahora y aquí todo es todavía posible.

Y así estamos en este fin de semana limbo que precede al verdadero comienzo del año: con el árbol todavía puesto y la agenda todavía con su faja y el cuerpo que suspira por un poco más de remoloneo.

Me gustan mucho las navidades como me gustan mucho todos los días especiales en los que las personas se dedican a vivir. Me encanta ver lo que hace el ser humano cuando le dejan, cuando se deja, cuando el tiempo es oro y es suyo.

Me encanta poder abrir un portal de noticias con un titular que diga “Ya es 2022 en Australia”; con imágenes que, por un día, cuenten también la cara amable del mundo. En la facultad nos enseñan que la noticia es que el niño muerda al perro y no que el perro muerda al niño. En Navidades nos dejan contar también que el niño y el perro juegan felices y hace bueno.

Ahora comenzará la narración contraria: intenten esquivarla. Les dirán que tienen que pagar por lo bien que lo pasaron estos días: trabajar más, correr más, comer menos. Un sistema que nos concibe como máquinas de producir y consumir tiene que, por supuesto, tratar de hacernos sentir culpables cuando nos salimos del engranaje y esa llamada que la atienda Rita.

Enero no tiene por qué ser un mes triste ni geográficamente padece ninguna cuesta. Enero puede ser y es el mes de la promesa: todavía todo es posible porque, como escribía Antonio Machado, hoy es siempre todavía.