¡Debo confesarlo! A punto de acabar el año con una realidad que nos ha cogido a todos desprevenidos, me sentí incapaz de encontrar una mínima esperanza a la que aferrarme. Sucedió hace días.

La idea era escribir una columna que supusiese un soplo de aire fresco para una provincia tan abandonada institucionalmente como la nuestra. Algo tan sencillo como eso, pero lo cierto es que las horas se sucedían y no había escrito una sola línea que me dejara satisfecho. Lo intentaba con ahínco, con desesperación, incluso, la pasada madrugada, pero por más empeño que ponía no encontraba razones que permitieran mirar el futuro de Zamora con optimismo. Me sentí abatido.

Mientras el aire helado cuarteaba mi cara descubrí de pronto que la noche, el cielo estrellado, el silencio, la luna, mis hijos, todo, componía un villancico inigualable porque ¡qué mejor canto a Dios, qué mejor celebración de la vida, que la vida misma!

Recuerdo que en un postrer intento me vinieron a la mente las musas. Dónde andarían, pensé. ¿No son noctámbulas y amantes de la soledad? Por qué, entonces, me habían abandonado hasta el punto de dejarme sumido en aquel escepticismo extremo que daba en no creer en nada. ¡Y si todo lo que se cuenta sobre ellas no fuera más que una descomunal patraña! Es difícil saberlo, pero en un tiempo de palabrería, de engaños y promesas incumplidas cualquier relato puede cobrar visos de realidad por inverosímil que parezca. No sé. Lo cierto es que salí a la terraza por si alguno de aquellos pequeños seres hubiera quedado adormilado entre las enredaderas. Dicen que, a veces, pasa.

Hacía frío. Miré al cielo y aspiré profundamente. La noche era estrellada y la luna ya estaba alta. El silencio era total. Por la avenida pasaba algún coche de cuando en cuando, sin embargo, el ruido del motor no rompía en absoluto la quietud ni la perfección del momento. Mis hijos, dentro, dormían. Lo sé porque hasta mí llegaba su respiración acompasada.

Mientras el aire helado cuarteaba mi cara descubrí de pronto que la noche, el cielo estrellado, el silencio, la luna, mis hijos, todo, componía una canción perfecta, un villancico inigualable porque ¡qué mejor canto a Dios, qué mejor celebración de la vida, que la vida misma!

Fue como una revelación. Me vinieron a la mente mis correrías por La Culebra, por Sayago, por Sanabria, por la Tierra de Campos, por la del Pan, por la del Vino, por Benavente y los Valles, por Toro, por la Guareña. En todas ellas lo importante fue siempre el camino... ¡El camino! ¡Siempre el camino!…

Del caminante depende que sea fascinante o tedioso. De nosotros, la indiferencia o el compromiso y esa condición, la posibilidad de elegir, es motivo más que suficiente para mirar el futuro de esta tierra con optimismo. Para luchar por ella sin desmayo.

¡Feliz año nuevo, Zamora! Salud y fuerza.