Desde el principio de los tiempos el ser humano ha tenido la necesidad de celebración, de festejar hechos de manera más o menos comunitaria, de dar rienda suelta a emociones de alegría y de risa. El haber tenido éxito en la caza o el final de la recolección de una buena cosecha eran motivos en las comunidades primitivas para el alborozo, en ocasiones en relación con el agradecimiento a los dioses por el éxito.

Cuando llevamos casi dos años de pandemia, levantarse, ver que es fin o primero de año y no celebrarlo parece una ofensa. Siempre habrá quien diga que vamos a celebrar que estamos vivos pese a tanto desastre

A medida que las sociedades fueron incrementando los momentos de festejo, estos se fueron desligando de hechos cercanos y se fueron convirtiendo en efemérides. Y en esto, la consolidación y expansión del cristianismo tuvo mucho que ver, especialmente en sociedades como la española, de manera que si echamos un vistazo al calendario veremos que una enorme cantidad de festividades ahí fijadas, incluso con efectos laborales, vienen a colación de hechos relacionados con la religión, desde la Natividad, en la que en estos días andamos, a festividades como la Semana Santa, o las fiestas patronales de los distintos pueblos que, como su nombre indica, van ligadas a algún Cristo, Virgen, santa o santo.

A este conjunto de momentos fijados para la celebración en los calendarios se han unido en las últimas décadas otros días que, aun cuando no afecten a la vida laboral, sí son una invitación al festejo: el día de la madre, el del padre, el de los enamorados y un largo etcétera al que, por supuesto, se añade el del cumpleaños de cada cual.

Con independencia de la progresiva desvinculación de las festividades religiosas del culto y a pesar del evidente matiz consumista de muchos de los motivos que se invita a celebrar, lo más destacado es que, a diferencia de los primitivos festejos, los de ahora están alejados de la razón que les da sentido, de manera que son más un recordatorio de que hay que celebrar algo que una celebración por algo que se ha producido próximo en el tiempo, o que ha costado esfuerzo conseguir. Y este hecho es el que hace que desde hace muchos años yo me sienta en esos momentos festivos cuando menos con cierto recelo.

La alegría y la felicidad son búsquedas constantes del ser humano, por mucho que la tradición judeocristiana tenga excesivo poso de amargura y pena santificadora en el más allá, pero que en el más acá dan poco consuelo. Pero sentirse alegre o feliz no depende del día del calendario. Sin embargo, en el amplio conjunto de celebraciones fijadas se exige, como en cualquier festejo que se precie, que nos zambullamos en él con nuestras mejores galas, nuestra mejor cara, la mayor de las sonrisas y dispuestos a ser y demostrar que somos y estamos felices y, por si fuera poco, que somos hasta capaces de transmitir nuestra alegría a los que nos rodean. Y si no es así, entonces somos como el Scrooge, ideado por Dickens, o el Grinch, de Theodor Seuss Geisel; vamos, lo que en español viene siendo el aguafiestas, el que no parece alegre cuando toca y que acaba trasladando su desidia a los demás y con ello jodiendo la fiesta.

Aunque en más de una ocasión he cargado con el nombre de aguafiestas, no diría yo que lo sea, aunque, claro, si lo dicen lo mismo es verdad, que ya reza el proverbio árabe que si te dice una persona que eres un camello no le hagas caso, pero si te lo dicen dos, mírate al espejo. Así que a ello voy. En todo caso, aguafiestas o no, sí que reconozco que se me hace un trago regular eso de mirar el calendario y ver que hoy toca celebrar algo y que, por lo tanto, hoy, precisamente hoy, no se puede estar triste, ni enfadado, ni con miedo, ni con falta de ánimo, ni siquiera en pandemia. No. Hoy toca fiesta porque sí, porque cómo no se va a celebrar.

Cuando llevamos casi dos años de pandemia, levantarse, ver que es fin o primero de año y no celebrarlo parece una ofensa, pero no veo yo qué es lo que hay que celebrar. Claro, siempre habrá quien diga que vamos a celebrar que estamos vivos pese a tanto desastre. Me parece bien, pero entonces podemos, y hasta deberíamos, celebrar el estar vivos cada mañana tomándonos un café y no parece que esa sea nuestra actitud un día cualquiera del calendario que no nos recuerda que es nuestro cumpleaños, que es Navidad, que es el día del padre o la madre, y hasta que estamos enamorados. Menudo panorama si tomándote un café es el calendario el que te recuerda que estás enamorado, o que tienes padre y madre.

Así que no sé si seré el aguafiestas, el Scrooge, o el Grinch de cada festejo prefijado, pero lo que sí que sé es que para ser feliz, para reír, para sentirme a gusto conmigo y con los míos no necesito un jodido calendario que me lo recuerde, solo necesito que haya razones para serlo, sea el día que sea. Por eso, ahora que empieza un nuevo año y que el mundo se afana en buenos deseos, más de uno formulado con ninguna fe de hacer algo, aunque sea un mero gesto, para que así sean, yo no le pido nada, ni espero nada de él. Solo me planteo seguir festejando y celebrando cada momento en el que haya una razón, una emoción, o una sensación que me erice la piel, que me arrope el corazón y que me haga sentirme sencillamente feliz, sea el 31 de diciembre o el 2 de junio. Y ya pago yo las copas del brindis.