Es increíble la velocidad con la que desaparecen las luciérnagas, una velocidad muy superior a la que desaparecen los mamíferos, si exceptuamos si acaso los orangutanes, o el oso polar. Aunque de esto nadie hable, lo cierto es cada vez resulta más improbable encontrarse con uno de estos insectos en mitad de la noche. No tardando mucho, tan remota puede llegar a ser esta posibilidad que algunos científicos han empezado a dar la voz de alarma y no son pocos los que deciden hundirse en la la luciernagnosis, es decir: en el estudio y conocimiento de las escasas luciérnagas que quedan, todas ellas en algún laboratorio.

Ese pasillo de calles perfectamente iluminadas desconciertan a los insectos, no solo a las luciérnagas. Ellos son incapaces de distinguir el día de la noche por culpa de su impoluta blancura, y mueren de agotamiento

Sabíamos desde hace tiempo que las luciérnagas estaban en vías de extinción pero, al igual que sucede con muchos otros rastros de belleza, no le dimos importancia cuando comenzaron a faltar. El mundo no se acabará cuando no queden luciérnagas... Seguramente esto es cierto, ¿pero y si no pudiéramos soportar su ausencia? ¿y si de forma obsesiva nos pusiéramos a buscar luciérnagas justo cuando ya no hay ninguna en ninguna parte? Peor aún: ¿qué pasaría si encontráramos un culpable, nosotros mismos, del fenómeno de su desaparición?

Ya en su día lo dijo Pasolini, quien atormentado por una esperanza cada vez más menguante, aquella esperanza que podía transformar el mundo, creyó ver una relación entre el devenir político de la sociedad de su tiempo y la cada vez más evidente ausencia de las lucecitas de las luciérnagas en las ciudades. Para Pasolini, era el brillo de la luminosa y consumista nueva realidad lo que había borrado de forma fulgurante la presencia de las luciérnagas. Y en un doble sentido: porque el consumismo había envenenado el aire y los ríos, y porque cegados por las sempiternas luces del gran hipermercado navideño que ya no empieza ni termina sino que ocupa todos los días del año, no hay posibilidad alguna de verlas.

Con tristeza, Pasolini se preguntaba cómo explicarle a un niño que nunca había visto una, cómo eran esos bichos que encendían su abdomen cada vez que iniciaban un cortejo. Esta era la pregunta que se hacía cuando fue asesinado en una playa en 1975, quizá por decir verdades como puños, quizá por desconfiar del progreso como fuente de liberación.

En 1975, sin embargo, las luciérnagas no estaban en peligro realmente. Era salir a la calle en cualquier pueblo, en verano, por la noche, tras un día de tormenta, y verlas por cientos realizado su acompasado ejercicio abdominal. Nunca se cansan, decía mi abuela, las miras y miras y ellas siguen. Si alguna vez ves apagarse una de ellas es que... Y ahí se quedaba, no terminaba la frase, porque no está bien inculcar supersticiones a los niños.

Aunque Pasolini no lo sospechara, en esos años del voraz desarrollismo, los pueblos de España, de esa España que con el tiempo cayó en el olvido, eran todo un reservorio de luciérnagas, un gigantesco almacén de insectos luminiscentes. Hasta que un día, también a esos pueblos llegó la contaminación y llegaron también todos y cada uno de los males que acechaban, y siguen acechando, la supervivencia de los seres sensibles. He ahí la cuestión, las luciérnagas desaparecen al tiempo que la sensibilidad desaparece.

Me gusta pasear por la noche por esos lugares adonde no llega la electricidad, cada vez más difíciles de localizar por cierto. Es un paseo al encuentro de una de esas llamadas luminosas que tanta añoranza me producen, un acontecimiento cada vez más inverosímil.

No te preocupes, me digo a veces, porque no se me ocurre otro remedio que ironizar conmigo mismo, no te preocupes, en cualquier supermercado las venden, leds de luciérnagas, ramilletes de luciérnagas listas para colocarlas a la entrada de la casa, sin ir más lejos.

Es patético comprobar cómo la luz led va sustituyendo la única incandescencia que quedaba, la de las farolas en las que se arremolinaban con alegría los insectos. Las leds, en especial las leds blancas que ya inundan las calles de los pueblos olvidados, son luces tan asépticas que salir a pasear por la noche es como atravesar el pasillo de un gran quirófano, antes de llegar a algún lugar alejado y en penumbra.

Ese pasillo de calles perfectamente iluminadas desconciertan a los insectos, no solo a las luciérnagas. Ellos son incapaces de distinguir el día de la noche por culpa de su impoluta blancura, y mueren de agotamiento. La capacidad de esas luces por extirpar la oscuridad en todos y cada uno de los pueblos es asombrosa. Con esta extirpación, se ve a las claras, por cierto, todo el vacío real del universo rural. Es el vacío del abandono, el vacío existencial de territorios atravesados por infinitas líneas de evacuación eléctrica camino de las grandes urbes. Y al tiempo que la oscuridad desaparece, se desvanecen aún más las luciérnagas, pero no es un desvanecimiento lo que ocurre, es una extinción provocada, una extinción calculada, ahora lo sabemos. Ya solo nos faltaba eso, que en los pueblos nos robaran también la sensibilidad. Y justo es lo que ha ocurrido.