Hola, peque ¡Qué alto estás, y qué cambiado desde la última vez que escribí en el diario! Entonces apenas eras un junquillo de espuma aferrado a la teta de tu madre y tu universo se reducía a la habitación en la que te encontrabas. Ahora, sin embargo, eres un pequeño torbellino de diecisiete meses que se mueve por toda la casa y experimenta con cuanto encuentra a su paso. Vas, vienes, subes, bajas, traes, llevas ¡ No paras! Has cambiado tanto, figúrate, que ya comienzas a pronunciar palabras.

Eran las once y media de la mañana del día 11 del pasado mes de noviembre cuando con una articulación perfecta dijiste “ pelota”. Tus padres quedaron estupefactos. Patidifusos. Con la boca abierta, según cuentan, y la verdad es que motivo no les faltaba. No en vano, todo lo que concierne al proceso evolutivo de un bebé es la parte más alucinante del misterio de la vida, sin embargo, para ser fiel a los hechos debo decir que no fue ésa tu primera palabra. Tamaña gesta había ocurrido meses antes, exactamente el 23 de julio de este mismo año.

Ahora, sin embargo, eres un pequeño torbellino de diecisiete meses que se mueve por toda la casa y experimenta con cuanto encuentra a su paso

Aquella mañana tú y yo salimos de casa camino del casco antiguo de la ciudad para hacer nuestro recorrido habitual. Como cualquier otro día subimos por la avenida de las Tres Cruces, cruzamos la Plaza de Alemania y enfilamos la calle San Torcuato. Seguimos por Renova, dejamos atrás la Plaza Mayor, embocamos la calle Ramos Carrión y finalmente llegamos a la Plaza de Viriato. Allí nos detuvimos.

Recuerdo que durante el camino encontramos algunos conocidos y que corría una ligera brisa. Las calles estaban a rebosar de gente ruidosa que caminaba distendida y los escaparates de las tiendas mostraban su mercancía con la galanura de siempre. La armonía era absoluta. El día discurría en la forma acostumbrada y nada hacía suponer que estaba a punto de suceder algo extraordinario, pero así fue. Yo te señalé con un dedo las banderas que ondeaban, luminosas, en lo alto de la biblioteca pública al tiempo que decía “ban- de- ra” recalcando intencionadamente cada una de las sílabas. Tú, mientras, permanecías inmóvil. Observabas. Me mirabas atento desde tu sillita de paseo y fue entonces cuando con determinación y de manera totalmente inesperada dijiste algo así como “aaa- é- a” señalando las enseñas con un dedo al tiempo que me mirabas. Así varias veces. El momento fue mágico. El salto evolutivo que suponía aquel efímero instante era gigantesco, colosal. Digno de ser cantado, sin duda, por los rapsodas de antaño pero nadie en la plaza fue consciente del prodigio. A mí, sin embargo, no me cupo la menor duda de que había sido testigo de un milagro…

Han pasado meses desde entonces. Suelo recordar aquella mañana con frecuencia, especialmente cuando las ausencias se hacen insoportables o la apatía me invade, pero ahora que lo pienso no sé qué tiene de especial un episodio tan personal como aquél para traerlo hoy aquí.

No lo sé, pero ocurrió en mi casa y yo os lo tenía que contar.