Manuel tiene 88 años. Enviudó hace apenas dos. Vive en el pueblo, donde nació y creció. Donde conoció a la mujer de su vida, con quien tuvo cuatro retoños, de los que tres sobrevivieron a la dureza del hambre. Ninguno de ellos encontró su lugar en esta provincia, cada vez más abandonada. Ahora sus hijos lo acompañan en la distancia. Lejos del vacío silencioso de esta tierra. En el bullicio de Madrid y Barcelona hacen su vida. Él se ha resistido a irse. Es el terruño lo que le ata y que aquí yace su mujer. No es el momento de dejarla sola.

Aquí Manuel se despidió de sus padres, a quienes acompañó hasta el final de su vida. Y ahora contempla en soledad el final de su tiempo. ¿Quién le acompañará a él? Se pregunta muchas tardes del crudo invierno zamorano.

Durante los años vividos asistió al abandono sistemático de aquellas personas que parecieron esenciales en el pueblo. Primero fueron los maestros. Aquellos seres que con su presencia humanizaban un poquito más la rutina diaria del pueblo. Ellos brindaron oportunidades a muchos pequeños que estaban condenados a un futuro oscuro. Pero al irse los niños acabaron por empujar a los maestros. Después fueron los curas. Aunque dice que a algunos no se les echa de menos. No se fueron los curas por decisión propia, pero si por necesidad imperiosa impuesta por el desierto vocacional. Ellos impregnaron muchos pueblos de cercanía y de fraternidad. Algunos acercaron el desarrollo a los pueblos. Incluso fueron los primeros artífices de eso que llaman la inclusión. Pero el tiempo y las penurias vocacionales impusieron una nueva forma de atención y ahora ni se les ve.

Todos se fueron. Los hijos se a buscar un futuro más próspero. Los maestros porque dejó de haber niños. Los curas porque casi dejaron de existir ¿y los médicos por qué?

Manuel aún mantenía la esperanza. Todavía quedaba el médico. Esa persona que no solo curaba el cuerpo, sino la falta de atención, la soledad y las ganas de vivir. Ese que con la prevención ha jugado un papel esencial en el cuidado de las personas en el ámbito rural. ¡Cuántos males mayores han evitado estos de la bata blanca!

Pero llegaron las pandemias. Sí, en plural. Primero llegó el virus de la rentabilidad y, con él, el afán de la administración de hacer rentable un servicio que quizá no pueda serlo. Porque no todo vale. Se suprimieron días de atención en las zonas de salud de los pueblos, incluso se eliminaron. A Manuel esto lo desencajó. No lo esperaba. Ya casi no nos queda nada en el pueblo, dice con tristeza. Y el caso es que enfermos hay, y muchos.

Después vino otra pandemia, la del COVID-19, que condenó al olvido a la atención primaria presencial y la sustituyó por no sé qué sistemas de atención telemática y con cita previa. Otra reforma para el mundo rural hecha desde el ámbito urbano. Pensada para algunos, pero sin conocer la realidad y sin ponerse en el lugar de Manuel. Una disculpa para darnos la última estocada, comenta.

Manuel no entiende cómo nos han cautivado estas tecnologías tan modernas que renuncian a la cercanía con el paciente y lo cosifican. No entiende que todo sea abandono en manos del dios dinero. A él le dijeron que Dios era padre. Todos se fueron. Los hijos se fueron a buscar un futuro más próspero. Los maestros porque dejó de haber niños. Los curas porque casi dejaron de existir ¿y los médicos por qué? Porque lo decidieron los responsables de la salud, el mayor cáncer que nos ha tocado sufrir a los del pueblo. ¡Cuántos Manuel en nuestra provincia!

Ricardo Casas, alcalde de La Hiniesta