La llegada a este mundo, implica una verdad absoluta, imposible de eludir o sabotear, y es la verdad de la muerte, la verdad del final del camino, que dio comienzo el día del alumbramiento. En muy pocas semanas he podido asistir al fallecimiento de dos personas cercanas, y atender en consulta, a una madre desolada por la muerte de su hijo menor de edad.

Esta situación que ha surgido a lo largo de un mes, me ha provocado cierta inquietud, primero, por el contagio emocional de la pena intensamente vivida, directamente, además de la relatada por los familiares, y después, por la simultaneidad en el tiempo, dentro de un intenso y prolongado proceso doloroso, llegando por su dramatismo a la observación de cierto contagio, exigiéndome alguna reflexión, más allá de las comunes en estos casos.

Si existen hechos reales que jamás faltan a la cita, si todos tenemos reservados un fin en el mundo, y además es el mismo fin para todos, este es la muerte, ¿dónde pues existe la sorpresa, de su llamada?, ¿por qué su encuentro nos moviliza, sacude furiosamente, nos quiebra, hasta en ocasiones robarnos el aliento?

Todos somos conocedores de que finaliza nuestro camino, no se dan singularidades, no importa el color de la piel, la cultura, el estatus económico, el lugar de nacimiento, la forma de vida, ni el lugar donde ésta se desarrolle, no importa nada, el final no cambia, por otra parte esperado y temido.

Nuestro problema ha sido y sigue siendo, el temor, el miedo al sufrimiento, además de la angustia que supura el fin, y con él nuestra extinción, nuestra nada, y este paso de ser, a dejar de ser, de estar a desaparecer, nos ha exigido asirnos a algo que nos mantenga, aunque sea en una dimensión desconocida.

Hablamos del alma, a la que se le han asignado múltiples aplicaciones. Por su familiarización, se habla del alma del río, de los animales, del ambiente, etc., como soplo, fuego, calor, vida, esplendor, y que puede ser continuación en el más allá de nuestras vidas. Platón la situó dentro de nosotros, declarándola inmortal, además de separada del cuerpo, como entes diferentes, aspecto que ratificó posteriormente Aristóteles, manifestando Kierkegaard, que el que no tiene alma, vive en el sótano de su propio edificio.

Esta línea defendida por Kant, movido por el deseo de salvación, y en plena huida de la desesperación, “los seres humanos nos hacemos dignos de una felicidad, que este mundo nos ofrece”. No obstante desde el siglo de las luces, se viene abundando en la unión del alma y cuerpo, y en su mismo itinerario, así por ejemplo, Zubiri defiende la muerte total, quedando el alma como un referente de amor, y de verdad eterna.

Nuestro problema ha sido y sigue siendo, el temor, el miedo al sufrimiento, además de la angustia que supura el fin, y con él nuestra extinción, nuestra nada

Esto complica un poco más las cosas, especialmente para los que creen en un reencuentro del alma y cuerpo, pues según la teología moderna, ambas partes seguirán unidas y unidas volverán en su plenitud.

No todos los seres humanos pensamos igual, habiéndolos más terrenales, y dando un mayor y más trascedente sentido a nuestra estancia temporal, pero todos somos sabedores de la finitud de este paso, de su caducidad, y además de que nos puede sorprender, es decir, ocurrir en cualquier lugar, en cualquier edad, y de cualquier forma.

Cuando esto es así, se hace difícil entender la sorpresa, la expresión colectiva frente al suceso, la respuesta tan dramática y penosa, frente a un fin esperado y sabido. ¿O es que no lo queremos saber?, ¿o es que la guardamos en nuestros sótanos, de tal forma que no participe activamente en nuestras vidas?, porque obviamente si estuviera siempre presente, probablemente podría perturbar nuestras vidas. Luchamos y hemos luchado prioritariamente, por alargar nuestra estancia, y lo seguimos haciendo, propiciando los mejores cuidados de todo tipo, alimento, abrigo, y cuidados, a cada ser nacido.

Con nuestra llegada al mundo, buscamos el medio de acomodarnos, de llegar a un equilibrio homeostático con el medio, buscando, y después manteniendo, a cada uno en su correspondiente papel, en la construcción de la arquitectura de nuestro mundo. La ausencia de uno, trastocará este equilibrio, la pena y decepción, dependerá del cariño que hayamos puesto al servicio del edificio común. En su construcción, vamos a ir siendo actores diferentes, cada uno con sus intereses, por lo que no se vivirá igual, la ausencia de uno que de otro, dependerá del grado de proximidad, afinidad y simpatía, y especialmente de la carga emocional que representa, en el mantenimiento de la estructura común.