Hoy, estaría celebrando su onomástica, rodeada de amigos y familiares. Una mujer tremendamente sociable como ella, que sabía elegir bien a los amigos, que quería y se dejaba querer, recibía en este día el agasajo de cercanos y lejanos. Conchita contaba con amigos en los cuatro confines del mundo. Ella, que se acordaba de todo y de todos, era correspondida en la misma medida.

Tenía que marcharse, y se fue en silencio, recostando su cabeza bien amueblada, perfectamente lúcida, en el hombro de José Miguel, su compañero de vida, el hombre que más la amó y a quien ella se entregó en cuerpo y alma. Los dos solos, en el silencio de una madrugada oscura, fría y solitariamente sola, José Miguel cerró suavemente sus ojos y lloró desconsoladamente.

Conchita era una mujer adelantada a su tiempo. Amante de las artes plásticas y de las letras que cultivó con un gusto exquisito. Una interiorista magnífica y una pintora de nivel. Podría haber estudiado arquitectura porque era capaz de diseñar o remodelar ella sola un edificio. En el libro de la vida, su marido, como buen científico, ponía la prosa, ella eligió siempre el verso. La poesía estaba en la luz que irradiaban sus ojos y su sonrisa afable, en todo aquello que hacía y decía, siempre desde el conocimiento, desde la sabiduría, desde esa elegancia innata que ya ponía de manifiesto incluso al andar.

Me cuesta hablar en pasado cuando su marcha, todavía tibia, se ha producido hace tan pocos días. Sabía que se iba y con una entereza admirable dejó todo organizado, todo dicho y todo hecho. Tenía las ideas lo suficientemente claras como para que nada y nadie llegará en el último momento a cambiar lo que había decidido, no al albur, sino de forma concienzuda y generosa. Conchita y José Miguel son generosos en grado sumo.

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En los días postreros, cuando ya miraba de frente a la dama de blanco, sabiendo que su vida pendía de un hilo que estaba a punto de deshilacharse, Conchita sonrió mirando al cielo. Su gran preocupación, su marido, quedaba al resguardo de quienes le han abierto sus puertas para que no se sienta solo. Nunca estará solo. Son tantos los recuerdos de Conchita y con Conchita que nunca podrá sentirse solo. Conozco esa sensación. Aunque la soledad nos hace vulnerables, estamos en la obligación de hacer un pacto honrado con la soledad e impedir que penetre en nuestra piel.

Tampoco hoy hubiera faltado a su encuentro con Dios en la Santa Misa. Conchita era profundamente religiosa, no pacata, no beata, simplemente, una buena creyente, ejemplo de integridad y compromiso, un referente. Mil besos.