Lo decía el mejor guionista de cine que ha dado España, desde el advenimiento del cinematógrafo, el riojano Rafael Azcona. Decía que España era un país en blanco y negro, como lo fueron sus películas “El pisito” y “El cochecito”, dos joyas inspiradas en dos de sus novelas, que seguían las pautas del neorrealismo italiano, y que dirigió su amigo Marco Ferreri, con quien hizo un total de once, de las cuarenta y cinco que escribió. Con aquel italiano del que se decía que solo paseaba por la acera izquierda de la Gran Vía madrileña, para evitar que le vieran sus acreedores que, supuestamente, estaban ubicados en la acera derecha. Era una época en la que todo era triste y siniestro. Los taxis eran negros, tan negros como los coches de los muertos. El luto se llevaba más hacia afuera que hacia dentro, y la gente se vestía de negro durante largos periodos de tiempo tras el fallecimiento de algún allegado. Como ocurría en la película “La niña de luto”, que hizo Summers, en la que, cuando no era el abuelo, era la abuela, o el padre quien palmaba, de manera que la chavala no encontraba momento para casarse.

Esa obsesión por censurar todo lo que se hacía, se decía y se escribía, era apoyada con entusiasmo por la Iglesia, que sacaba bajo palio al dictador en cuando surgía la ocasión.

Pero, me estoy liando. A lo que iba. Decía que Azcona se dio cuenta de lo de la España en blanco y negro cuando hizo su primer viaje a los EE UU. Contaba que, cuando el avión sobrevolaba aquel país, minutos antes de aterrizar, pudo comprobar, desde la ventanilla, que los automóviles que circulaban por aquellas carreteras eran rojos, verdes, azules y de todos los colores habidos y por haber. Y es que, claro, estaba pasando de la dictadura de un país pobre a la democracia del país más rico del mundo.

Pues eso, que en España todo era negro entonces, como los crespones que se ponían en las iglesias en Semana Santa, para ocultar las imágenes que no tuvieran algo que ver con la Pasión. Todo era ñoño, como la prohibición de exhibir en la tele - solo había una, la TVE - cualquier tipo de película que no tocara algún tema religioso. De manera que todos los años tocaba ver “La túnica sagrada” y “Los Diez Mandamientos”. La censura de la música no era lo peor - esa semana las emisoras de radio solo emitían música clásica - ya que permitía huir, durante unos días, de los pasodobles y las coplas.

Tras la siniestra aparición de Carnicerito de Málaga, apodo con el que se le conocía (según nos cuenta el historiador Hugh Tomas en uno de sus libros) al presidente Arias Navarro – magister equitum de Franco - diciendo aquello de “Franco ha muerto”, empezaron a cambiar las cosas. Azcona dejó atrás “Plácido” y “El verdugo” y, por fin, pudo escribir guiones divertidos en color. Así creó un universo delirante con la trilogía de la familia Leguineche, dirigida por Berlanga (“La escopeta nacional”), que presentaba a una aristocracia, venida a menos, con residencia en un Palacio de Linares (emplazado en plena Plaza de Cibeles) tan decadente como lo empezaba a ser la dictadura. Fue cuando Azcona dijo aquello de “Eso de pasar de súbdito a ciudadano es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida”

Las mujeres mayores, de manera especial las que vivían en los pueblos, vestían de luto en cualquier circunstancia, adornándose la cabeza con un pañuelo, que venía a hacer juego con la boina que lucían los varones. La persecución a todo lo relacionado con el sexo era tan obsesiva que algunos llegaban a decir que en su pueblo no copulaban ni los casados. De hecho, las películas con escenas de esas que algunos denominaban tórridas estaban tan censuradas que había que hacer excursiones a Perpiñán o Biarritz para poder comprobar de que iba el asunto y ya, de paso, comprobar que los seres humanos debajo de las ropas también tenían un cuerpo.

El final de “Cinema Paradiso” (Giuseppe Tornatore), tan brillante como el resto de la película, contiene una escena en la que aparecen empalmados los fotogramas de los besos cortados por la censura y guardados con amor por el proyeccionista Alfredo, para que los pudiera ver, cuando fuera adulto, su entrañable amigo, el niño Salvatore.

Esa obsesión por censurar todo lo que se hacía, se decía y se escribía, era apoyada con entusiasmo por la Iglesia, que sacaba bajo palio al dictador en cuando surgía la ocasión. Cabe preguntarse por qué era tan obsesiva con la cosa del sexo y tan permisiva con los represores que tenían el poder.

A lo que iba. Que me he ido otra vez por los cerros de Úbeda. De no haber fallecido, habría que ver lo que hubiera escrito hoy Azcona a propósito de las misas dedicadas a Franco este mes de noviembre, con la asistencia, a una de ellas, del líder de la oposición. Quizás nos hubiera sorprendido con otra de sus obras maestras. Y es que se echa de menos a escritores con amplio sentido del humor, negro o surrealista, como era el de Azcona. Claro que, en su caso, no era de extrañar, dada su colaboración con “la revista más audaz para el lector más inteligente”, cual era “La Codorniz”, donde compartía papel y pluma con autores expertos en hacer sonreír burlando la censura, como eran Miguel Mihura, Summers, Cándido y Álvaro de la Iglesia, sin olvidar a Miguel Gila, El roto (entonces OPS), Máximo, Quique Herreros, Conchita Montes y Antonio Mingote.