No hace mucho que por primera vez en mi vida oí la frase de “mejor pedir perdón que pedir permiso”. Se la escuché a una gran amiga mía al hilo de la conversación que teníamos, y que no ha lugar a reproducir aquí, pero que recuerdo que nos dio para echarnos unas buenas risas, en parte derivadas también de la cara de circunstancia que puse.

Desde aquel día la frase me ha rondando por la cabeza e indagando resulta que es una frase que goza de una amplia difusión en las redes, especialmente en eso del mindfulness que tanto éxito está teniendo en los últimos años y que viene a sumarse a la infinidad de prácticas, consejos y otras zarandajas de autoayuda, especialmente intensificadas a raíz de la pandemia. Y, claro, ya metidos en ese entramado de expresiones para intentar que no te sientas más solo que la una de la madrugada en el campanario de un pueblo de la España vaciada, la frase se incorpora al rastrojo de grandes construcciones lingüísticas de poco contenido y gran rimbombancia y resulta que hasta hay un grupo llamado Papawanda que tiene una canción que arranca así y, a más, en las redes circula la frase, entrecomillada y todo, en la siguiente forma: “Si tienes una idea, hazla. Es más fácil pedir perdón que pedir permiso”, atribuida, ni más ni menos, que a Santa Teresa. Eso sí, mucha comilla, pero sin decir la procedencia exacta, y uno que presume de ser buen lector de la abulense no tiene conciencia de haberla leído, pero bueno.

No pienso ni pedir permiso ni perdón para vivir siendo yo mismo, tolerándome mis muchas imperfecciones y disfrutando cada instante por simple que sea siempre que me produzca un rayo de felicidad

En cualquier caso, y después de darle vueltas a la expresión, tengo para mí que ni voy a pedir permiso ni tampoco perdón. Y no me refiero, como parece obvio, a ir por la vida, y mucho menos por la ajena, cual elefante por cacharrería, entrando donde ni me reclaman ni me llaman como si uno fuera el amo del cortijo. Y ni que decir tiene que tampoco estoy hablando de abstenerme de pedir disculpas cuando presiento que he metido la pata o, directamente, me lo dicen sin ambages, que quien me conoce sabe que soy de gatillo rápido para pedir perdón con tan solo presumir que el de enfrente se ha podido sentir molesto con alguna de mis cosas, por muy bien intencionadas que estas fueran. En definitiva, que no estoy hablando de ponerme las normas de urbanidad y buena educación por montera y, por si fuera poco, negar una petición de disculpas por semejante zafarrancho.

Me estoy refiriendo a algo más profundo, más íntimo, y las intimidades siempre llevan aparejado algo de pudor, porque es mucho más fácil desnudar el cuerpo que desnudar el alma. Así que en este desnudo, a lo que voy es a que en mi vivir en mí y para mí, en la construcción cotidiana de mi yo más personal, que, por otra parte, es el único con el que voy a tener que hacer, como todos, el camino, no pienso ni pedir permiso ni perdón.

No dudo de que la tradición judeocristiana en la que nos movemos, por mucho que les pese a unos y la exageren otros, tenga su aportación positiva incluso más allá de lo cultural, de la fe de cada cual, o del poso que se impregna en el subconsciente aun sin que seamos capaces de vislumbrarlo, pero no soporto el concepto de culpa que supone, esa culpa que va hasta más allá de los hechos propios y que convierte la vida en un vía crucis, no sé si de purificación para la otra vida, de manera que hasta sonreír parece que es malo in hac lachrymarum valle, porque el sufrimiento tiene una especie de orla de bondad, de sacrificio, de entrega, que da sentido a la vida, como si el mero hecho de llegar a la noche en más de una ocasión no fuese ya un acto heroico en este mundo convulso y no nos bastase para estar bien con haber cumplido, sino que, además, hay que hacerlo de manera sangrante.

Ante esto me rebelo y lo hago con absoluta consciencia y por vocación e ideario. Porque ser buen ciudadano y cumplir con las obligaciones que comporta, incluso con Hacienda, y pese al comportamiento de buena parte de nuestra clase política; ser buen padre, buen hijo (yo ya no lo soy más allá del DNI), buena pareja, o buen amigo y hacerlo todo ello con celeridad y compromiso no puede llevar aparejado un plus de desasosiego, culpa, o sinsabor de que se podría haber hecho más y mejor y, sobre todo, de que todo ello ha de hacerse dejándose en el camino a uno mismo, sin darse tregua y hasta la extenuación, con desgarro del alma, por encima incluso de lo que nadie espera de nosotros y olvidándonos de que si no somos nosotros mismos, si no nos sentimos plenos, de poco vamos a servir a los demás aparte de la intendencia, porque quien bien nos quiere nos quiere como somos, pero felices, aun cuando toque lidiar un mal astado.

Así pues, como a mí, como canta Serrat, no me importa “el más allá con todo respeto,/mientras me dejen seguir aquí”, no pienso ni pedir permiso ni perdón para vivir siendo yo mismo, tolerándome mis muchas imperfecciones y disfrutando cada instante por simple que sea siempre que me produzca un rayo de felicidad, de sentirme a gusto, de, en definitiva, sentir que quiero hacer lo que estoy haciendo tal y como lo estoy haciendo. Porque, además, estoy convencido de que justamente cuanto más yo sea, mejor seré para aquellos a los que el azar, su suerte, o su desdicha han puesto en mi camino.