El frío todavía no se decide, pero la Navidad acecha tras la puerta mientras se van amontonando los Black Friday, Single Day, Shopping Day y demás engendros. Se supone que la nueva normalidad ha ejercido un inusitado efecto de recuperación, tanto en nuestras almas como en nuestros bolsillos. Si atendemos a los anuncios de televisión, compramos y vendemos a través de aplicaciones, aprovechamos ofertas varias para los regalos navideños y no perdemos ocasión para esconder décimos de loterías que serán descubiertos con sorpresa por nuestros seres queridos. Curiosamente, pocos juguetes. Vaya, qué agitación.

En la calle, las luces están instaladas desde hace meses, aunque no las hayan encendido todavía. Afortunadamente. Dicen que las ciudades lucen bonitas, sin embargo, a mí me produce la misma sensación que cuando veo a una persona que se arregla en exceso para la ocasión. Menos es más. Las bellezas, y gente de buen ver, lucen mejor sin brillos y oropeles.

En ese esquema de la polaridad que nos acompaña desde hace tiempo, la Navidad también tiene su lugar. Nos dividimos, como no podía ser menos, entre los que esperan con anhelo estas fechas y todo lo que conllevan y, por otro lado, esos otros que preferirían huir y volver después de Reyes. A los usos y costumbres de toda la vida se unen ahora los excesos y desvaríos que nos ha traído la presunta recuperación del año pandémico.

La ciudad se verá devorada por hordas en búsqueda del penúltimo regalo, de la enésima cita para confirmar a ese grupo de amigos que seguimos formando parte de él, de las consabidas cenas de empresa. En lo privado, hacemos cuentas para llegar a fin de mes y rezar para que el pago de la tarjeta de crédito a principios del mes siguiente no nos quite el aliento y las ganas de vivir. Nos esforzamos por superar los acuerdos familiares de hoy en casa de mis padres y la semana que viene en la de los tuyos, por asumir el protocolo que nos fuerza a compartir mesa con quien no queremos, comiendo más de lo que nos apetece y bebiendo más de lo que debemos. Echando de menos, como cada día, a los que queremos cerca y ya no están.

Solemos celebrar estas fiestas como nos enseñaron en casa. Somos gente de costumbres y con tendencia a la nostalgia, así que repetimos modelos, buscamos recetas de la abuela y perpetuamos errores, por qué no admitirlo. Según envejecemos, los anfitriones varían y con ello los detalles, pero cuesta cambiar lo fundamental. El resto de tradiciones a menudo se han ido diluyendo en el tiempo. Las paellas de los domingos, las celebraciones con los niños, que ya no lo son, en lugares que han dejado de existir. En cambio, la Navidad nos acosa cual esfinge pétrea a finales de cada año. Podemos creer que la familia, las creencias, nuestra cultura judeo cristiana o qué se yo nos mantiene en la costumbre, pero me temo que tiene que ver más con esa máquina económica que depende de nuestro despendole navideño. Ese monstruo que instala las luces cuando todavía vamos en manga corta y acumula ofertas y promociones de forma compulsiva.

Nos dividimos, como no podía ser menos, entre los que esperan con anhelo estas fechas y todo lo que conllevan y, por otro lado, esos otros que preferirían huir y volver después de Reyes

Desde hace tiempo, siento un deseo irrefrenable de querer escapar ante tanta obligación que supuestamente debiera hacerme feliz. Algunos lo logran, según parece están agotados ya los destinos más señalados. Hace frío y no me gustan estas fiestas. Es como si lleváramos un traje dos tallas más pequeñas y con zapatos que nos hacen daño, como si se tratara de una de esas primeras noches, inconscientes, en las que salíamos por Nochevieja. Eran como el resumen premonitorio de lo que serían las Navidades por el resto de nuestros días, aquellas noches en las que te helabas de frío, bebías garrafón y gastabas lo que no tenías con la esperanza de vivir algo especial, pero que acababan siempre con un chocolate socarrado, rozaduras y algún que otro trancazo.

Hace mucho tiempo que ni se me ocurre salir la última noche del año, sin embargo, parece más difícil eso de deshacerse del ajustado traje de deberes y compromisos. En esto nos llegó la dichosa pandemia, el aislamiento y sus flecos. Reducir comensales y eliminar encuentros con compañeros y amigos se volvió un deber el año pasado, haciendo que agudizáramos las habilidades para mantener lo ineludible sin correr riesgos y algunos tenemos que confesar que, en cierto modo, nos sentimos liberados.

Este año se levanta la veda. El bicho está adormecido y, al parecer, todos tenemos mucho por gastar, así que volvemos al borbotón consumista. No hemos llegado a diciembre y ya escucho a gente preocupada por la búsqueda de un regalo que se complica por la falta de abastecimiento de no sé qué componente. El destino nos está escribiendo un guion del que todavía no se conoce el género. A los agobios ancestrales se suma ese hábito tan propio de este país que es seguir hacia delante como si no pasara nada, mientras nos devoran pirañas de color variado. No conozco en mi entorno a nadie que esté libre de quejido. Salud – física y mental –, familia o trabajo. O un poco de todo. Esas cosas que fundamentan nuestros días, ni más ni menos.

Volvemos a las antiguas costumbres, aunque con un ánimo más tocado de lo habitual. Me da la sensación de que estamos para pocas tonterías. Un año más, sobreviviremos a las conversaciones prefabricadas, aunque tendremos que estar atentos a la toxicidad añadida de los comentarios del cuñado de turno y a la tristeza de las sillas vacías, por lo que pueda pasar. Cojamos aire y a por ello.