La semana que se esfuma ha tenido a dos colectivos en el ojo del huracán: las mujeres y los mayores. En el primer caso, por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que recordamos el 25 de noviembre. Y en el segundo, por la celebración del III Congreso Internacional Silver Economy, celebrado en Zamora durante los días 24, 25 y 26. De la importancia de las pasadas ediciones de este congreso ya he hablado en esta misma columna y me agrada comprobar que ya está consolidado a nivel internacional. Pero, de modo muy especial, me satisface que Zamora aspire a convertirse en un laboratorio económico, social y tecnológico sobre la economía de las canas y, al mismo tiempo, observar la nueva perspectiva que se quiere transmitir de las personas mayores: ya no se habla de que el envejecimiento sea un problema demográfico sino de las posibilidades de empleo y, en definitiva, de desarrollo que se esconde en un sector tan relevante, no solo en términos cuantitativos sino de experiencias y aprendizajes.

Las personas que han llegado a una edad avanzada no pueden recibir el mensaje de que ellas representan una rémora para el conjunto de la sociedad

Este cambio de perspectiva me parece muy relevante. Es un antes y un después en el modo de analizar e interpretar el mundo de los mayores. Durante las últimas décadas algunas personas nos hemos encontrado casi solas predicando en el desierto, lanzando el mensaje de que el envejecimiento no es un problema sino un reto y una gran oportunidad. En definitiva, que las personas que han llegado a una edad avanzada no pueden recibir el mensaje de que ellas representan una rémora para el conjunto de la sociedad. Estas personas merecen ser tratadas como Dios manda, lo cual incluye también que cuando hablamos de ellas seamos capaces de utilizar las palabras adecuadas para referirnos a sus necesidades, demandas y oportunidades de vida. Yo ya avanzo que cuando me encuentre disfrutando de las bondades de la jubilación y, por tanto, del envejecimiento no admitiré que alguien escriba, diga o defienda, en privado o en público, que soy un problema. Montaré en cólera y sacaré toda la ira acumulada para defender la dignidad de las canas.

De igual modo que cuando esta semana he tenido que enfrentarme a quienes siguen cuestionando la existencia de la violencia contra las mujeres y negando que el patriarcado y el machismo existen, que matan, que dejan huellas, que son conductas impropias de una sociedad civilizada, que no se puede convivir con quienes minusvaloran o no respectan al cincuenta por ciento de la población, etc., etc., etc. Tantos etcéteras son el modo de expresar mi cólera, rabia e indignación por los comportamientos sexistas que sigo observando en las generaciones mayores pero también en los jóvenes, en los adultos pero también en los adolescentes, en hombres pero también en algunas mujeres. Todas y todos comparten un buen puñado de mitos y estereotipos sobre la violencia de género, analizados por Carmen María León y Eva Aizpurúa en un magnífico artículo publicado en el número 179 (2021) de la Revista Internacional de Sociología. ¿Y qué podemos y debemos hacer los demás? No mirar para otro lado, porque el silencio, ya lo saben, es cómplice.