Solo los talibanes han tenido la insania de destruir grandiosas obras de arte en Afganistán, basándose en un fanatismo más ideológico que religioso. Temen algunos que en España se está a punto de llevar a cabo, con la aplicación de la ley de Memoria democrática -antes Memoria histórica- alguna tropelía artística de parecido calado, tildada previamente de franquista. Apelar, a estas alturas de la historia, a un régimen felizmente superado con una ejemplar transición democrática hace ya más de cuatro décadas, es cuando menos inquietante. Más si tenemos en cuenta que el mayor rango de edad de los españoles en la década 2010 y 2020 era de entre 40 y 44 años, lo que significa que nacieron después de la muerte de Franco.

Con monumento o sin él, la creación de una Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, como se hizo en la Sudáfrica de Nelson Mandela, hubiera contribuido a cerrar unas heridas que todavía supuran, a pesar del tiempo transcurrido

A algunos les huelen estas maniobras a revanchismo innecesario, si no fuera -que también- una densa cortina de humo para soslayar problemas de más envergadura que preocupan a la inmensa mayoría de la población española: subida de precios, paro -sobre todo juvenil-, salarios precarios, vivienda, sanidad, educación, demografía, despoblación rural, violencia machista, etc. Son estos asuntos reconocibles y acuciantes los que realmente desazonan.

Creo, por eso, que nuestros dirigentes políticos deberían acometerlos sin subterfugios ni escapismos. Cada día y en cada hora de sus reuniones parlamentarias. Es muy fácil y cómodo reescribir la historia, según los intereses políticos del momento, cuando en realidad la historia es materia fundamental de los historiadores. Las relecturas, revisiones y acomodaciones del pasado solo sirven para distraer y remodelar los comportamientos de algunos estudiantes a quienes se les brindan títulos académicos en los centros públicos sin haber aprobado todas las asignaturas. Dejarán de ser, glosando a Miguel de Unamuno, “templos de la inteligencia”. Aseguró también este gran filósofo y humanista: “Solo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe”.

Por otra parte, a lo largo de la historia se han levantado monumentos que, si se aplicaran criterios de ahora mismo, serían dispendios innecesarios. Pero ahí están, admirados en todo el mundo: desde el Coliseo de Roma hasta el Taj Mahal en la India, desde las Pirámides de Egipto hasta el Palacio de Versalles, a 17 kilómetros de París. Algunos de ellos fueron construidos con mucha sangre de esclavos y obreros condenados a trabajos forzados.

No seré yo quien juzgue si el Valle de los Caídos tiene que rebautizarse Valle de Cuelgamuros. Allá el Patrimonio Nacional que depende de la Presidencia del Gobierno. Pero me atrevo a asegurar que sería una barbaridad demolerlo, como desean algunos políticos de extrema izquierda. Puede que sea un símbolo beligerante para una minoría de ciudadanos nostálgicos, que reniegan también de la transición democrática, pero la misma cruz, de 150 metros de altura, es solo una alegoría religiosa sin connotaciones bélicas, como deseó su propio escultor, el emeritense Juan de Ávalos, al que se le adjudicó su construcción por concurso.

Aunque en el Valle hay enterrados caídos de ambos bandos, no se quiso convertir el monumento en símbolo de reconciliación, que hubiera sido lo más acertado. Con monumento o sin él, la creación de una Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, como se hizo en la Sudáfrica de Nelson Mandela, hubiera contribuido a cerrar unas heridas que todavía supuran, a pesar del tiempo transcurrido. No hay que olvidar el pasado, pero tampoco se debe convertir en un revanchismo trasnochado. En esta época de pandemias e incertidumbres, se necesita más que nunca una gran dosis de concordia para construir un presente mejor con proyección hacia el futuro.