De un tiempo a esta parte se ha asentado en el medio rural la idea de que los partidos políticos de ámbito nacional piensan más en los caladeros de voto que se concentran en las capitales y grandes ciudades que en los problemas reales de los pueblos, donde, como es obvio, el número de electores es reducido. Este escenario no es nuevo, pero sí el hecho de que no son pocas las provincias en las que ya se fraguan formaciones políticas sin una adscripción ideológica concreta más que la de defender proyectos de corte territorial con el único afán de cosechar el apoyo electoral de sus conciudadanos.

A estas alturas no nos vamos a engañar, porque esa especie de subasta permanente impediría de facto la aprobación de políticas dirigidas al conjunto de la sociedad. Y me refiero a cuestiones tan relevantes como la fijación de salarios, las condiciones laborales u otras de igualdad social, por poner por caso. Decisiones de alcance que quedarían relegadas a un segundo plano en favor de la política cortoplacista basada en dádivas y propuestas exclusivamente locales.

Es cierto que las cosas no suceden de la noche a la mañana y que, posiblemente, todo esto sea el resultado de un bipartidismo que pronto dejó de pisar el terreno, porque, entre otros motivos, llegar a diputado o a ministro no depende de tu territorio, sino de las cúpulas de los partidos. Como también lo es que los llamados nuevos partidos que llegaron a las instituciones surgieron en grades ciudades (Madrid y Barcelona) y que, pese al inopinado éxito en sus respectivas comunidades, ni siquiera han sido capaces de crear una estructura provincial en la que sostenerse. Es más, se va el líder y parece que se acabó el partido.

Tampoco las grandes formaciones han medido bien el impacto de determinadas decisiones. Y un ejemplo de ello es lo ocurrido con la protección del lobo. Una ley que, en términos comparativos, irá en contra sólo de un grupo reducido de personas, pero que en el medio rural se ha visto como un ataque general a un modo de vida y de ser. Y lo mismo cabe decir de los recelos hacia la caza o la demonización de la tauromaquia y los encierros, que constituyen muchas veces el único ocio que hay en los pueblos.

Si a esa percepción de abandono, se suma además la constante huida de las sucursales bancarias, la sanidad sin médicos y hasta las misas sin curas, el caldo de cultivo de desapego acaba por desbordarse hacia las instituciones y hacia el propio sistema democrático, que da la espalda a un mundo, el rural, del que muchos sólo se acuerdan de pascuas a ramos.