Nico tenía nueve años y ese día, en clase, le habían mandado dos hojas del cuadernillo de lengua en vez de una. Salió del cole con el pelo revuelto y la camiseta de al revés. La mochila le llegaba a la altura de los gemelos. Luego sus tías le decían que si tenía chepa. A veces, se olvidaba los libros en casa, sin querer queriendo, para no cargar con tanto peso. Llevaba colgada del antebrazo izquierdo una chaqueta que arrastraba por el suelo.

Los caballitos

“Nico, ponte derecho y no arrastres la chaqueta, hombre”, le dijo su padre, que siempre lo iba a buscar con la furgoneta del trabajo. La furgoneta olía a polvo y a herramientas engrasadas. Le gustaba más el coche de los fines de semana, con el ambientador de pino y la radio que funcionaba bien. No como esta, que a veces pasaba de cadena dial a la misa de Radio María y a los anuncios en portugués. Fffgggg, se oía en los baches. El padre maldecía la radio. Nico reprochaba al padre que no tuviera una radio como dios manda.

Así no podía uno aprender en condiciones el nuevo single de Rosana.

Como todos los días, llegaron a las dos en punto para comer en casa de la abuela. Al bajar de la furgoneta, el padre le dijo: “Luego vamos a los caballitos, si quieres”. Era martes y los martes por la tarde, de toda la vida, su padre iba a trabajar y él, después de comer, hacía los deberes con la telenovela de fondo y se iba a la calle hasta que se hacía de noche. “Menudo correndón estás hecho”, le decía su abuela, cuando volvía con la lengua fuera, los mofletes rojos y una tableta de chocolate bajo el brazo.

“Que sí, que podemos ir hoy, que he acabado el chaperón antes de tiempo y no trabajo por la tarde”. Nico se puso tan alegre que casi se asustó, como hacían los perros del vecino cuando les abrían la puerta del corral y, antes de salir, se asomaban con cuidado por si el dueño los estaba esperando, palo en mano, al otro lado.

El mejor martes de su infancia. Por ahí va todavía Nico, de la mano de su padre, embriagado por el aroma a algodón de azúcar; con las lucecitas rosa chicle y azul eléctrico en unos ojos alucinados

“Me han mandado dos hojas del cuadernillo de lengua y tengo que hacer una lámina de plástica. Podemos ir después de eso”, dijo Nico, que siempre recibía las buenas noticias así, amortiguándolas, sin euforia para evitar que se desvanecieran. Por dentro, ya estaba celebrando el gol: “sísítomaasísívamooss”.

A las cinco, Nico ya había terminado los deberes y fue al salón-cocina a avisar al padre. “Ya he acabado”, le dijo mirando al suelo, como si estuviera a punto de pedir permiso para cenar en casa de un amigo. En cualquier momento, el padre podía cambiar de opinión y el martes volvería a ser un martes más, un día que estaba a tres días del viernes y que terminaba con sanjacobos para cenar.

“Pues venga, vamos”. Nico se quitó el chándal del cole y se puso los vaqueros que llevaba a misa a los domingos. Se roció por el cuello el líquido que usaba su padre para calmar la piel después del afeitado y subió a la furgoneta.

Era la primera vez que Nico iba a los caballitos un día de diario. El estómago le decía lo mismo que cuando el balón se estrellaba contra la red y sus compañeros corrían a abrazarlo. Lo mismo que cuando encontró el último huevo de Pascua en el arenal del cole.

Llegaron a la feria cuando ya había anochecido. Desde el aparcamiento, se veían las luces del tren de la bruja, libélulas de plástico lanzadas al aire como frisbees y la jaula, que descendía a toda velocidad y esparcía por los alrededores los gritos de adolescentes adrenalínicos. Él se atrevía a subirse en el canguro, pero no en la jaula. Eso para los del instituto.

El recinto ferial era un microcosmos, un parque recreativo sin cristaleras para que los adultos vigilaran desde fuera. Todos dentro. Nico avanzaba de la mano de su padre y los decorados de cartón-piedra le parecían más de mentira que nunca. No acababa de creerse que un martes por la tarde, así de repente, él estuviera allí, así porque sí, sin justificación alguna.

“Dos fichas para el simulador”, dijo el padre. Intentó regatear el precio, como hacía siempre, con el objetivo de que Nico se pusiera rojo y deseara tener una capa invisible.

Un mundo post-apocalíptico, con bloques de hielo y aves voladoras, apareció en la pantalla. Ellos eran los conductores de una máquina que bajaba y subía por rampas chocando con los pedruscos helados. Cuando algún pajarraco se mataba contra la luna, Nico gritaba. Era su forma de pasar al otro lado. Gritaba y le decía a su padre “¿has visto eso, has visto eso?”.

Bajaron del simulador y Nico se quedó mirando la máquina desde fuera: una cápsula roja que se movía mecánicamente, adelante y atrás, como hacía la furgoneta cuando iban a pasar la ITV. Tenía que haber algo más. Un truco de magia. Él estaba convencido de que la plataforma no había hecho solo eso cuando él y su padre estaban dentro.

Ellos habían viajado de verdad a otro lugar.

El mejor martes de su infancia. Por ahí va todavía Nico, de la mano de su padre, embriagado por el aroma a algodón de azúcar; con las lucecitas rosa chicle y azul eléctrico en unos ojos alucinados. Por ahí va, tan a gusto que si alguien se lo encuentra y le pregunta “¿cómo de contento estás hoy?”, él imitaría a su padre y diría “muy mucho”.