Me pongo en la piel de los agricultores y ganaderos que están viviendo tiempos convulsos, de expectativas grises y de negros nubarrones que amenazan la sostenibilidad económica de sus explotaciones. Comparto sus preocupaciones ante el incremento del coste de los insumos, es decir, de esos bienes y materias primas que se necesitan para producir otros bienes, como, por ejemplo, dar de comer al ganado, sembrar los cereales o preparar los terrenos para la siguiente campaña de la remolacha, el girasol o lo que sea. Y me preocupa muy especialmente lo que está sucediendo con esas familias cuyos ingresos dependen de la venta de la leche de oveja o de vaca, cuyos precios están muy por debajo del coste de producción. Me pongo en la piel de esas personas porque, si echo la vista atrás, me encuentro con el mismo panorama que vivíamos en mi familia, hace ya muchos años, cuando la economía del hogar se resentía cada tres por cuatro por culpa de lo mismo que observamos ahora. Todavía escucho las quejas de mis padres. Nunca se van.

Si echo la vista atrás, me encuentro con el mismo panorama que vivíamos en mi familia, hace ya muchos años, cuando la economía del hogar se resentía cada tres por cuatro por culpa de lo mismo que observamos ahora

Por tanto, aunque sea un asunto recurrente, no deja de sorprenderme la capacidad de resistencia de tantas familias agrarias y ganaderas, principalmente las pequeñas explotaciones, que siguen al pie del cañón, contra viento y marea, enfrentados (en muchas ocasiones desde la pasividad, el silencio y la resignación) a quienes realmente manejan los hilos de los precios de los bienes de primera necesidad que llegan a nuestras mesas. Y que son, por si a estas alturas de la película aún se desconoce, los eslabones intermedios y finales de la cadena del sistema agroalimentario, integrada por la producción, la transformación y la comercialización. Pues bien, quienes realmente manejan el cotarro son los dos últimos, cuyos ingresos se han incrementado y consolidado durante los últimos años, resistiendo el impacto de la pandemia mucho mejor que el resto de sectores; sin embargo, las rentas agrarias y ganaderas no lo han hecho de igual modo, conduciendo al panorama doloroso que relato más arriba. ¿Y entonces qué habría que hacer?

Algunos reivindican que el Gobierno de turno fije los precios mínimos que deben recibir los productores de leche, carne, tomates, lechugas, fresas, trigo, cebada, patatas, remolacha, naranjas, limones, etc. Es decir, sería un regreso al pasado, a esa época en la que la política agraria del franquismo se regía por la regulación del precio de, por ejemplo, los cereales. Las imágenes de los silos que se levantan por la geografía nacional son el ejemplo de lo que comento. Hoy, sin embargo, eso es impensable, entre otras razones porque la Unión Europea no lo permite de un modo tan directo (aunque sí a través de la PAC) y porque choca con los principios básicos de una economía de mercado, que defienden, a capa y espada, esas ideologías políticas conservadoras que no aceptan que el Estado se inmiscuya en nuestras vidas, nos diga qué tenemos que hacer y, por consiguiente, regule el precio mínimo de los productos alimentarios. Fíjense hasta qué punto las ideologías políticas son importantes y cómo impactan en nuestras vidas.