Unos señores con tribuna salieron en tromba esta semana con modos poco elegantes contra el movimiento de la España Vaciada no por sus propuestas políticas sino por venir de donde viene: de las provincias, del campo, del mundo exterior a la sellada burbuja que tan cómodamente habitan.

“Los de la boina, los de las lindes”, escribían como intentando insultar. También repiten: “son unos apegados a la tierra”. Y lo afirma gente de capital que en tantos casos no ha vivido nunca a más de 20 minutos de sus padres, su casa, su ecosistema. Se lo dicen a los que solo piden poder pensar alguna vez en volver a lo suyo, quizás no irse tantos, no irse todos.

Me sorprende tanto que “apegados a la tierra” se use en sentido negativo como que se haga eso mismo con el término “globalistas”. Quizás es porque no creo que sean antónimos: puedes sentir una gran unión con la parcela del mundo que te tocó en suerte, como escribía Delibes, y al mismo tiempo defender el derecho al movimiento de todos los que lo pueblan.

Algunas de las personas más globalistas que conozco son de pueblos o ciudades pequeñas de España, Argentina, Venezuela, Pakistán, Estados Unidos. Bastantes de las personas más “apegadas a la tierra” que he encontrado aseguran querer vivir y morir sobre el mismo pedazo de asfalto.

Mi deseo: que los niños que crecen ahora en Zamora, en Cuenca, en Avilés puedan imaginar también mil vidas posibles con derecho a ida, escala y vuelta abierta

En mi camino me he dado cuenta de que a veces puedes tener más en común con una chica de la Indiana rural que con otra de Madrid centro. El hecho de tener que irte de tu mundo conocido a los 17 años para estudiar o trabajar en otro lugar me parece definitorio y definitivo.

No es lo mismo irse a los 17 que a los 23 hasta por razones científicas de cómo madura el cerebro humano. Tampoco es igual elegir irse que tener que irse y menos sin saber si podrás volver.

Yo soy una gran defensora de irse y de volver y, al fin y al cabo, de moverse como uno buenamente quiera. Pero irse no es para todo el mundo y no tiene por qué serlo. Quedarse no es para todo el mundo y no tiene por qué serlo. Lo que se está pidiendo es que por nacer en un sitio no estés condenado ni a lo uno ni a lo otro, nada más.

Como me fui del pueblo a la ciudad y de la ciudad a la capital y de allí a una ciudad más grande y de allí a otro continente más lejos, siempre he asumido que este es el estado natural de la gente: cambiar de sitio.

A unas amigas de Barcelona, a los 24, les pregunté que dónde tenían pensado irse después y me miraron como atónitas. Una me contestó: pero adónde mejor voy a querer irme y para qué.

Recuerdo ese momento como uno de esos instantes en que entiendes cosas. Comprendí que yo no me movía solo por gusto, que un poco también, sino porque así lo tenía grabado en mi cerebro desde niña: estudia para irte. Irse es mejorar.

Otro amigo, también de Barcelona y por esa misma época, me dijo una vez en un tren: “A veces siento que no estoy haciendo lo que toca al quedarme aquí. Que uno de los rasgos de nuestra generación es vivir fuera y no estoy participando de eso”. Hace poco se mudó a Estados Unidos y el otro día vi su nombre en el rótulo luminoso de un cine y sentí mucha alegría por ese muchacho brillante con quien comía calçots en la montaña de Girona.

No creo que quedarse o irse tenga que ser una elección permanente. La dedicatoria más cruel que conozco es aquella de “no cambies nunca”. Yo a ratos sueño con seguir construyendo, a mi manera, sobre la tierra que trabajaron mis ancestros y otros fantaseo con irnos unos años a trabajar a Miami. La posibilidad de ambas cosas es mi lugar feliz. Mi deseo: que los niños que crecen ahora en Zamora, en Cuenca, en Avilés puedan imaginar también mil vidas posibles con derecho a ida, escala y vuelta abierta.