Leo un poema de Raymond Carver en el que una amiga suya, de profesión médico forense, le confiesa que después de toda una vida deshilvanando cuerpos sin vida, ha llegado a la conclusión de que la identidad de las personas, donde más tiempo permanece es en las manos.

La identidad no reside en el sexo. Ni en el género, o cómo se denomine ahora, por imperativo legal, la diferenciación biológico-genética entre machos y hembras de la especie humana. Bienaventurados nuestros primos los primates bobos, porque ellos nunca podrán enriquecerse intelectualmente con tan fecundo debate dialéctico.

Como tampoco la demarca el color de nuestra piel o el lugar en el que nacemos.

Porque nuestra identidad, única e intransferible, se manifiesta de un modo inconfundible en nuestras manos. Carver dixit. De hecho, según algunos estudios académicos, es la mano la que nos permite ser humanos. Dado que participa en numerosas actividades, desde la manipulación de objetos hasta la comunicación.

Es la maravillosa versatilidad de la mano humana, así como nuestro característico pulgar retráctil, oponible al resto de dedos, largo y robusto, lo que nos diferencia del resto de monos; lo que nos permite realizar y diseñar herramientas (o armas) más finas y laboriosas. Y al mismo tiempo, poder blandir esas mismas armas (o herramientas) tan finamente elaboradas para masacrarnos unos a otros con vesania, sin remordimientos.

Leo a Carver y me viene a la mente esa famosa fotografía del leonés Alberto García-Alix, la de las manos de Camarón. El cigarro, los oros y el tatuaje con la media luna y la estrella de David juntas, como buenas hermanas mal avenidas. Nadie mejor que un maestro de fotógrafos para captar la identidad de un maestro de cantaores.

Leo a Carver y no puedo dejar de pensar en el burgalés José Vela Zanetti, padre del impresionismo campesino en pintura. No hay mejor manera de retratar el alma y la identidad rural que mediante las sufridas y recias manos de un siervo de la gleba. Cultivadores de la tierra, en ella nacidos y de por vida a ella atados. Condenados, como Prometeo encadenado a su roca.

Esas enormes manos rugosas, cuajadas de venas firmes como sarmientos. Las manos, santo y seña del oficio del campo. Esas manos ásperas que el pintor, de adopción leonesa, retrata con unos dedos inmensos, en los que se aprecian los nudillos rugosos y hasta las uñas rucadas. Manos de pastor que se duerme rendido sobre el cayado. Y manos de labriego que sostienen firmes, dentro del puño cerrado, las semillas sacadas del zurrón con las que sementar los suelos.

Las manos que alivian todos los males, los visibles y evidentes del cuerpo y los tristes y oscuros del alma. Las manos más hermosas del mundo: las inolvidables manos de mamá

Manos duras que expresan la identidad de los mejores profesionales de entre los más duros oficios. Las manos con olor a salitre de marinos y percebeiros, manos de mariscadoras, esas gentes de mar con manos dolientes y fuertes antebrazos capaces de arrancar los mejores tesoros que esconden las aguas bravas aun a costa de perecer en el intento.

Manos nervudas y montaraces, curtidas en una meteorología cruda, adversa, gracias a la relación especial con la siempre difícil vida en altas cimas y cotas de diversas alturas. Esas manos estragadas de viento cortante y rocas afiladas, que hablan de una manera de ser genuina. Indómita y asilvestrada.

Manos, muñecas, codos, el brazo entero, una piel plagada de viejas cicatrices y nuevas heridas, arropadas de modo competente por vendas, cinchas y todo tipo de protectores médicos. Manos propias de cazadores, pastores, alpinistas, militares, así como de sus rescatadores, los ángeles de la guarda de todos ellos.

Existen también manos preciosas, cuidadas con esmero, como de pianista. Bonitas manos, y eruditas al mismo tiempo, las que identifican a todos aquellos que conocen y dominan los misterios del cuerpo y de la salud humana, y por eso mismo son capaces de sanar.

Y por encima de todas ellas, están las manos que más curan. Las manos que alivian todos los males, los visibles y evidentes del cuerpo y los tristes y oscuros del alma. Las manos más hermosas del mundo: las inolvidables manos de mamá.

Leo a Carver y concluyo, que también la identidad de quienes circulan a toda velocidad por los caminos de los pueblos, igual llegan tarde a alguna trascendental cita con el destino, poniendo perdidos de polvo a los paisanos que dan su paseo diario también se ve reflejada en sus manos. Las manos de unos completos idiotas.