Las primeras enseñanzas en nuestro mundo, las recibimos en familia, acudimos puntuales a la llamada de nuestros padres, tan deficitarios, en esto nos distinguimos de los animales, que nos tienen que facilitar todo, y este todo es literal, alimento, abrigo, techo, calor, comunicación, afectividad, mundo emocional, confort o equilibrio psíquico, compañía y sentimientos de ternura y acogimiento, etc. Esto significaría un aceptable recibimiento.

Siempre es menos dañino para un adolescente, una discusión clara aunque sea brusca, que un lenguaje gestual entre reproches y desprecios, que finja verbalmente dulzura

Pero tardamos en madurar, vemos pero no discriminamos, balbuceamos pero carecemos de lenguaje, atendemos a un sonido, pero no lo comprendemos, por esto de forma lenta, vamos sintiendo, aceptando y entendiendo la realidad en que vivimos, hasta llegar a participar en la misma, y a interactuar con ella. Recibimos un estímulo o mensaje y respondemos, estamos ya situados en la vida, y somos un individuo más.

Crecen así sentimientos y emociones, que responden a necesidades, deseos y fantasías, y acuden los ruegos o exigencias, la individualidad o la solidaridad, la rivalidad o la cooperación, en definitiva, la sala de máquinas de la cognición se pone en marcha, y a la vez que participa y se implica en la cotidianidad, van a surgir con más o menos frecuencia, desencuentros, enfrentamientos, tensiones, junto a la solidaridad, cercanía, o amistad, etc. Todo ello forma el meollo o colchón, de la vida en familia, donde como laboratorio se vive generalmente a pequeña escala, todo aquello que vamos a experimentar fuera de la misma.

De los aspectos más dañinos para nuestro recorrido, suave, amable y grato de este camino madurativo, destaca el de los malos tratos, o de otra forma, el de no recibir la respuesta adecuada del ambiente progenitor, hermanos, familia, amigos cercanos, y sociedad en general etc. Pues de forma consciente o inconsciente, podemos ser asfixiados emocionalmente, por una protección exagerada, o congelados emocionalmente, como un témpano, por una actitud lejana, fría, violenta, o despectiva e incomprensible. O podemos ser objeto, de una permanente amalgama de respuestas, impertinentes, o simplemente buscar ardientemente y no encontrar, el apoyo, la aceptación y el calor necesario.

En definitiva, el niño requiere, exige para su maduración, cierto trato comportamental, fundamentado en el afecto y la cercanía, que en ocasiones, no solamente no recibe, sino que es objeto de marginación y desprecio, suponiendo esta discordancia, una fuente de frustración acumulada, junto a una rabia y agresividad contenida, que dañará gravemente su evolución.

Los malos tratos pueden ser activos, cuando conscientemente realizamos un acto desagradable, negativo o destructivo; y pasivos, nuestra ausencia, física o emocional, impide propiciar la respuesta a un deseo o expectativa del niño. Junto a esto que se da fundamentalmente en familia, puede surgir en el medio estudiantil, en el colegio, un medio irrespirable por lo envolventemente ofensivo, el bullying, que es un acoso, constante y permanente, preñado de agresividad y por ello ausencia del mínimo respeto o consideración, además de ofensivo y agresivo, que se realiza en grupo, y que se dirige a un niño, acto, que normalmente puede causar daños emocionales, y a veces físicos irreparables, y en alguna de las ocasiones con fatales desenlaces, por su enorme gravedad.

Estos estímulos negativos, de mayor o menor calado, a lo largo del tiempo van incidiendo en el niño o adolescente, debilitando lentamente su personalidad, y de forma especial su seguridad, surgiendo de forma simultánea, un cortejo de complejos, inhibiciones, aislamiento, incomunicación, tristeza, abatimiento, miedos, falta absoluta de criterio, con la presencia de ambivalencias, deambulando cada día con menos fuerza y sin sentido, con más tristeza, y asfixiados por la ausencia de esperanza, hasta llegar a carecer de un lugar estable en este mundo. Su enfriamiento emocional, frustración y dolor, se hacen inaguantables, de tal forma que solo la autoagresión les alivia, al liberarles de tanto malestar.

Estas situaciones descritas, y que nos impresionan de singulares, forman parte de nuestro entorno, y son tan frecuentes que, desde el año 2012, las enfermedades mentales superaron a las físicas entre adolescentes de entre 15 y 17 años, y que además inciden con mayor frecuencia, en familias con alto poder adquisitivo. Parece que esto estaría en relación con un contacto más lejano emocionalmente y frío, además de con un ambiente más superficial e hipócrita, o menos pragmático y realista. Siempre es menos dañino para un adolescente, una discusión clara aunque sea brusca, que un lenguaje gestual entre reproches y desprecios, que finja verbalmente dulzura.

Algunos adolescentes de entre 15 y 17 años, que han sido sometidos a estas circunstancias, acuden a consulta con autoagresiones, por pellizcos, cristales rotos, quemaduras, heridas por cuchillos, o cualquier otro utensilio cortante, que provoque dolor y sufrimiento. Es gratificante como método, para neutralizar el sufrimiento moral, el dolor físico, es su antídoto, más sufrimiento y frustración interior, más destrucción exterior, es lo que provoca cierta calma emocional, cierto sosiego, habiéndose hecho aditivo este proceso, gracias a las redes sociales.

Porque se trata de la venta de una acción fácil y accesible, que se puede realizar a solas y en cualquier lugar, y que de forma brusca evita el profundo dolor moral, la frustración y malestar interior, método que por otra parte tiene fácil imitación, y como consecuencia fácil contagio, a través de las redes sociales, de aquí su difícil control.