“Quiero escarbar la tierra con los dientes,

quiero apartar la tierra parte a parte

a dentelladas secas y calientes”.

M. Hernández

No diría yo que ha sido sin darnos cuenta, pero el caso es que ya estamos instalados de lleno en eso que hace casi dos años se empezó a llamar la nueva normalidad, ese mundo que se aventuraba no solo como distinto, que eso era evidente, sino nuevo y, como todo lo novedoso, apasionante, una oportunidad, que es como se denominan ahora las crisis, y, desde luego, como una normalidad mucho mejor que la que teníamos antes del inicio de la pandemia. Poco menos que un mundo idílico, el valle de Jauja. Y eso iba a ser así porque la pandemia había producido una catarsis en cada uno de nosotros que en cuanto que se superase nos lanzaría a la vida como si el fin del mundo fuese a ser mañana y, además, más fuertes que nunca.

Y aquí estamos. Y la nueva normalidad en la que nos movemos es una bofetada de realidad teñida de tragedia y escasamente nueva. Partidos trufados de corrupción, un gobierno contra sí mismo y una parte del mismo hasta contra el Tribunal Supremo, con un par, la luz como para comprarse un cargamento de velas, que no parece disparatado pensar en un posible apagón, sobre todo porque los políticos dicen que no ocurrirá; el Cumbre Vieja resulta que no es tan viejo como para no arrasar cuanto esté a su paso y recordarnos, como Filomena, que la naturaleza tiene sus reglas, por mucho que los humanos seamos tan listos, y la recuperación económica se estanca, que la luz es la luz, pero resulta que además necesitamos el gas argelino que pasa por Marruecos y estos dos andan a la gresca, gran novedad, y por faltarnos nos faltan hasta camioneros, ¿quién lo iba a decir en la vieja España?, con el subsiguiente temor al desabastecimiento, al tiempo que unos pequeños componentes paralizan fábricas enteras y vuelven los avejentados nuevos ERTE. Menos mal que lo teníamos todo a punto y preparado para la nueva normalidad, que cada vez se parece más a la anterior, con más inflación y más rancia, por mucho que se oculte bajo una mascarilla.

No estaría de más que al menos un rato al día, entre obligación y obligación, le echásemos el mismo arrojo y dedicación, no digo ni siquiera más, a lo que queremos, a lo que nos hace felices después de haber cumplido tanta obligación

Ante el panorama, las redes sociales, que siempre habían sido el exponente de lo más idílico de nuestras vidas, se plagan de textos de autoayuda y aparecen frases del omnipresente Coelho, aunque muchas de las colgadas no sean de él, se trocea El principito como si fuese un solomillo de vaca alistana-sanabresa y supongo que cuando no dé para más tiraremos de Alicia en el país de las maravillas, o de cualquier aficionado ocurrente, que ya va apareciendo, soltando su perla, claro que con menos calidad literaria, todo ello en un loable intento de que ante tanta nueva normalidad el personal no decida que mejor hartarse de diazepam desde el desayuno, o de mala hostia indiscriminada. Porque el caso es que todo este arsenal de buenas palabras acaba, en resumen, en que la solución está en tu interior, en tu valía, en tu fortaleza, en que no eres más que nadie, pero tampoco menos. Vamos, en la castiza frase “que Dios reparta suerte, o te ampare”, o en la más cinematográfica “que la fuerza te acompañe”, de la película Star Wars. Y si no que se lo pregunten a los que están bien jodidos.

Y ya puestos cinematográficos, me da la sensación de que estamos como Gary Cooper en Solo ante el peligro, la grandiosa película de Fred Zinnemann, mirando el reloj mientras espera que el tren de las doce le saque del atolladero y consciente de que nadie le va a echar una mano y muchos se lo pondrán lo más difícil posible, como así fue.

Así que no me apuntaré yo a buscar una frase ingeniosa que con pocas letras le ponga al lector el ánimo patas arriba y le lance cual don Quijote contra tanto molino, tanta incertidumbre, tanta negatividad y tanto gilipollas, pero al menos sí me atrevo a una invitación a poner el mismo empeño, diligencia y puntualidad en el verbo querer como los que ponemos en el verbo tener, porque este, además de su significado de poseer, tiene la desgracia de ser el más habitual para formular obligaciones: tengo que ir al trabajo, al médico, a recoger a los niños, incluso tengo que llegar a fin de mes, y un largo etcétera que el lector podrá cumplimentar sin mi ayuda, pero que reconocerá que en ello nos afanamos y que con alguna de esas obligaciones, verbigracia una cita médica, o la declaración de Hacienda, parecemos poseídos de la puntualidad británica y la eficacia alemana. ¿Y qué otra cosa podemos hacer con las obligaciones? Pues eso, cumplirlas y a joderse, porque la mayoría de ellas tienen poco de satisfactorio y mucho menos de novedoso.

Ahora bien, no estaría de más que al menos un rato al día, entre obligación y obligación, le echásemos el mismo arrojo y dedicación, no digo ni siquiera más, a lo que queremos, a lo que nos hace felices después de haber cumplido tanta obligación, a eso que cuando llega la noche y estás reventado de tanto tengo que… te saca una sonrisa y hace que el día haya merecido la pena y no se haya quedado en la simple mirada de Gary Cooper viendo las puñeteras manecillas del reloj.

Así que, por mi parte, a dentelladas con todo lo desagradable, como en la cita de Miguel Hernández que encabeza estas letras, pero a dentelladas también con todo aquello que forma parte de mi quiero y no de mi obligación, para que hasta los besos, como escribía Blas de Otero, sean “besos de mar, a dentelladas”.