El búho chico es un ave muy silenciosa. Cuando en plena noche despliega sus alas, sus plumas aterciopeladas rompen el aire con suavidad, permitiendo al búho llegar con facilidad a sus presas o simplemente sobrevolar el territorio sin llamar la atención. Unos pelillos que sobresalen en la parte exterior de las plumas ‒que reciben el nombre de fimbrias funcionan a modo de silenciadores y determinan uno de los diseños aerodinámicos más extraordinarios de la naturaleza.

Producir silencio es un arte que, por sus beneficios evidentes para la salud, nunca se estudiará lo suficiente. El silencio repara, nos permite descansar y, sobre todo, nos ofrece un espacio para la reflexión detenida, tan necesaria a la hora de pensar adecuadamente. Si el silencio que fabrican los búhos se pudiera embotellar, seguro que pasaban de ser una especie en peligro de extinción a ser una especie estabulada, como cualquier otra de las que nos proporcionan bienes.

El silencio de los búhos es estratégico, es el silencio por el que optamos para poder actuar cuando menos se espera, es un silencio que podríamos llamar también sigilo y que no pocas veces llega a ser de supervivencia. Y es que, aprender a callar se ha convertido en todo un arte en esta sociedad que, a su vez, ha desarrollado tantos mecanismos de censura como de represalia hacia quienes más alzan la voz, en especial si esa voz sale de abajo, y no de arriba.

En esta concepción estructural que sigue un modelo vertical, común por otra parte a la mayoría de las civilizaciones, el silencio ha pasado a ser un privilegio para los que se lo pueden permitir y una obligación para los que a todas horas se ven forzados a escuchar el ruido. Los atascos no son democráticos, como tampoco lo es la elección de los tabiques en un piso a medida de tu sueldo.

De acuerdo, no todo el mundo desea silencio, y menos si estás de fiesta. Es más, seguro que hay mucha gente que no sabe en qué consiste. Es posible, incluso, que cuando lo sufran no sepan reconocerlo. Han aprendido a convivir con la barahúnda en la que todo se confunde: tanto lo que nos da placer como lo que nos provoca daño. Romper el silencio es, para muchas personas, algo que no existe en el imaginario de su cotidiano.

En estos momentos uno de los temas que más preocupan a los Cuerpos de Seguridad del Estado de todos los países, incluidos los que se profesa mayoritariamente el Islam, es el fenómeno yihadista

Me gustaría tener los bigotes de un gato para poder sentir el aire. Si los gatos son poseedores del sentido de la intuición es gracias a las vibrisas de sus bigotes. No solo son capaces de percibir a través de ellos cualquier movimiento del aire, también todo tipo de vibración o campo electromagnético. A mi gata, por ejemplo, no hay quien la saque de detrás de la tele, pero solo cuando la tele no está funcionando. Estoy seguro de que escucha con claridad todas las fluctuaciones de información que se sitúan en el fondo, esa especie de trasuntos de los que nadie habla, eso sí, sin comprender nada en absoluto, aunque tampoco de esto podemos estar seguros. Al igual que el gato, el búho chico también tiene bigotes. Y aunque bigotes y plumas son cosas bien distintas, en el caso del búho chico tienen algo en común: el silencio, es decir, ese fluido que permite al individuo poder conectar con precisión con lo que ocurre justo en ese presente dilatado en el que el silencio acontece.

No creo que en esta parte del mundo desarrollado los humanos podamos llegar a recuperar la capacidad animal de percibir el peligro antes de que el peligro se materialice, una capacidad que posiblemente tuvimos y que perdimos a medida que nuestra relación con la naturaleza se volvió cada vez más distante. Y esto es un gran inconveniente porque es como si en realidad sufriéramos de sordera desde entonces. Una sordera que nos impide escuchar lo imperceptible pero también el silencio.

Escuchar el silencio es, precisamente, lo que hace el búho chico apostado en una rama, en plena noche, aguardando inmóvil el momento adecuado de lanzarse en silencioso vuelo. Hubo un tiempo, un breve tiempo en el que también en las ciudades se pudo escuchar el silencio. El silencio envolvía la vida y eran los sonidos los que se metían en él. El silencio no era vacío sino lugar en el que habitaba el viento, el piar de los pájaros, el lejano ladrar de un perro, un ambulancia, de pronto.

Poco aprendimos de ese silencio, poco aprendimos pues hubiera sido vital conservarlo, dejar que permaneciera latente, ahí en el fondo. La rarefacción que sufre el mundo tiene que ver con nuestro desprecio hacia el silencio del adentro. Es la actividad incesante y ruidosa lo que empequeñece la realidad, lo que consume a gran velocidad la superficie del planeta. El engasgo que padecemos está relacionado con una insuperable incapacidad para permitir que el silencio cure las grandes heridas abiertas. Nos hemos atragantado con todo aquello que producimos sin darle un espacio adecuado al pensamiento.

El silencio lo hemos convertido en una obligación para quienes molestan o en un castigo para quienes se volvieron muy atrevidos. Pero seguimos sin saber en qué consiste realmente. De sus propiedades, huimos. Ya no estoy tan seguro de que embotellarlo sea una empresa rentable.

Y el búho chico nos da miedo. De igual modo que nos da miedo nuestro propio silencio interior.