El ser humano nace, crece, se reproduce… Dejad de hablar y mirad a la pizarra. Y muere. Eso hace el ser humano, dice la profe. Siempre con la misma definición. Como si a los once años no lo supiera él de sobra.

Suena el timbre y los niños se agolpan en la puerta mientras salivan con los bocatas bajo el brazo y esperan a que la profe les diga que ya pueden salir. Hala, venga, salid ya. La profe se gira hacia Nico: si te aburres, puedes venir con nosotros a la sala del café.

Él prefiere quedarse en el pupitre leyendo o haciendo un tangram. Mejor eso que sonrojarse ante los adultos y sus preguntas pícaras.

Maldita primavera. Ya es el segundo año que por culpa de los almendros en flor y las gramíneas Nico no puede salir al patio en el mes de mayo. Una primavera que pinta risas en las caras de los adultos, pero a él lo mantiene confinado. Si respira un gramo de polen, le escuecen los ojos y empieza a quedarse sin aire. Empieza a quedarse sin aire poco a poco. Es pelirrojo y alérgico y asmático: así empieza él sus descripciones.

Las matemáticas son tan frías como el invierno y tan profundas como el agua del embalse. Piensa en matemáticas y solo puede verlas en azul

Hoy está más inquieto porque es viernes y sabe que después de clase su madre lo llevará al pueblo de sus abuelos: la aldea sin ley, como en el videojuego de su amigo Roberto. Lee un poco y mueve algunas piezas del tangram; sigue leyendo otro poco del libro de Roal Dahl y se levanta de la silla. Se oyen las voces de los niños en el patio —la voz de bajo del abusón con acné prematuro; el osssssea de la marquesita del pueblo— y el ruido de los balones contra la pared.

Nico se pone frente a la pizarra y rompe una tiza en dos. Piensa: a qué puedo jugar aquí yo solo. La pizarra es verde pino y no verde clarito. Si fuera verde clarito, sería como el croma de las películas. Los sábados por la mañana, cuando madruga para ver la tele, va al salón y se entretiene con el behind the scenes de algunas pelis. Lo echan en la cuatro, un canal exótico que antes era de pago.

Coge su silla y la pone junto a la pizarra. Se sube y estira el brazo como el general Viriato. “¡Aguantad, malditos!” les dice a los lusitanos que están detrás de él. Todo el poder en su brazo. Ha de guiar a las huestes para que los romanos no venzan. Y son “huestes” y no grupos ni ejércitos porque aprendió la palabra el lunes y no va a dejar de usarla hasta que la consuma.

Pone una fila de sillas para que el cámara tenga más opciones y la película gane en credibilidad. Mira a la pizarra y le da la espalda al cámara. Se dirige a los soldados como Mel Gibson en Brave Heart, pegando saltitos. Así parece que trota a lomos de un caballo. Nico hace suyo el discurso, respira el aire de Escocia y no se da cuenta de que no hay una sexta silla después de la quinta. ¡Pam!

Se cae al suelo y el tobillo cruje. No creo que sea un esguince. Por si acaso, cambio de juego.

¿Qué toca después del recreo? Ah, sí, matemáticas. Las matemáticas son tan frías como el invierno y tan profundas como el agua del embalse. Piensa en matemáticas y solo puede verlas en azul. La profe de matemáticas, Sandra, es la más joven de todas y la que mejor huele. A Nico le gustaría pedirle su perfume para escanciárselo antes de ir a dormir.

Sobre el pecho de Sandra, hay un collar en que se balancea el símbolo del infinito. Cuando explica y mueve mucho las manos, el movimiento del ocho tumbado hipnotiza a Nico. Sube a la silla y dibuja un 1 en el extremo izquierdo de la pizarra. Y luego un cero y otro cero y uno más. Pasa a la segunda y a la tercera y cuarta y a la quinta silla. Va dibujando ceros a todas las alturas hasta que llega a la esquina inferior de la derecha. Y pone tres puntos suspensivos.

Ahí está el infinito.

El símbolo de la profe es solo eso, un símbolo. Pero lo que está en la pizarra es el infinito de verdad. Ha conseguido aprehender el infinito. El infinito, la eternidad, la totalidad del cosmos: qué vértigo. “Y muere” susurra la profe de conocimiento del medio.

Quedan diez minutos para que suene el timbre. Nico está dispuesto a exorcizar los miedos que gorgotean en su estómago cuando se mete en la cama. Para espantar las reflexiones ácidas, da comienzo al ritual: se pega a la pizarra y, como un perro lleno de pulgas, se reboza contra ella. Se revuelca en el infinito. Borra muchos ceros con las manos y se gira y hace eses con la espalda.

En la pizarra ahora hay solo fragmentos de infinito: constelaciones blancas en la noche verde.

Quedan tres minutos para que suene el timbre. Nico se imagina al compañero de pupitre diciéndole: “estás como una cabra”. Se sacude rápido los polvos blancos, coloca las sillas y limpia el encerado con el borrador. El único rastro que queda de la performance son los puntos suspensivos.

Sandra entra en clase, seguida por un tumulto de niños chillones, y ve a un niño pelirrojo, igual de tranquilo que siempre, con un libro de Roal Dahl entre las manos y manchas de tiza en la cara pecosa.

El niño levanta la mano temblorosa, con una gotita de sangre que le cae por el meñique, y dice: hola, profe.