Los sofás se tragan a las personas y no hay manera de rescatarlas porque una vez en su interior no se sabe dónde van a parar.

Ocurre demasiado a menudo y hay quien dice que tiene que ver con el exceso de información y con la mala calidad de la misma. Es como intentar digerir cantidades ingentes de basura sin desearlo, solo porque en algún lugar de nuestro cerebro se ha desatado un adictivo apetito que nos empuja a abrir la boca constantemente.

Instagram, Facebook y todas esas redes sociales que tienen como prioridad la exposición pública del yo están consiguiendo que las personas se vean empequeñecidas hasta desaparecer en sus respectivos sofás, al tiempo que otra imagen de sí mismas, mucho más ligera y atractiva se instala cómodamente en los reposabrazos para sustituir a las de carne y hueso: esas molestas realidades llenas de infinitos defectos que la sociedad virtual no perdona.

Ya sabíamos que en el universo de lo analógico, es decir: la televisión, las personas pintábamos poco. Sobre todo porque por más que intentemos replicar las absurdas opiniones de los expertos en todo tipo de cuestiones, nuestras voces jamás son escuchadas. La televisión es unidimensional, la podemos ver y oír, y a callar. Por eso cuando echan una noticia de esas en las que se cuenta cómo un rey apátrida se llevaba dinero a espuertas traficando con armas y oro negro, por más que pongamos el grito en el cielo, el próximo recibo de la luz va a ser todavía más caro y ese rey no va a aportar una pizca de su inmensa fortuna para remediarlo. Pero lo que no sabíamos es que en el mundo tridimensional, es decir, la última actualización de la World Wide Web, las personas tampoco pintábamos nada. Las personas, en cualquier ámbito comunicativo, hemos dejado de importar como personas, y somos parte del big data, que es el eufemismo que se utiliza para la basura de la que hablábamos antes.

Cuando echan una noticia de esas en las que se cuenta cómo un rey apátrida se llevaba dinero a espuertas traficando con armas y oro negro, por más que pongamos el grito en el cielo, el próximo recibo de la luz va a ser todavía más caro

A la despersonalización hay que añadir, por si fuera poco, la impotencia. Sentados en el sofá podemos ver cómo el volcán de La Palma lo va devorando todo a su paso sin que podamos hacer nada por evitarlo. Es cierto que avanza a un ritmo demasiado lento y duradero para los pulsos fulgurantes de las noticias que cada día nos aturden, pero no por poder seguir su trayectoria aumenta nuestra capacidad de reacción. El volcán nos permite contar minuto a minuto tanto la superficie de todo lo que devasta como la superficie del delta que va formando, pero en ningún caso nos deja opciones para pararlo. Tenemos la gran suerte de no vivir en su trayectoria, nos decimos mientras observamos con asombro las imágenes de su erupción, y un temor se instala de pronto en nuestro corazón: seguro que hay otros muchos volcanes capaces de llevarse todo por delante.

En realidad, no tiene que llegar ningún suceso terrible para que desaparezcamos. Tal y como avisábamos al principio, para eso están los sofás, para tragarse a las personas con la cotidianeidad de la estupefacción. En ese cotidiano de lo social, uno no es nadie si no consigue ser lo que creemos que los demás piden de nosotros. Una chica no será lo suficientemente guapa porque el modelo de la belleza estereotipado se lo impide, un chico no será lo suficientemente rico porque eso de ser deportista de élite no está al alcance de todos, y así, de frustración en frustración, las personas, en vez de construirse, se dejan devorar, estupefactas, sin soltar el móvil de sus manos.

Si lo pensamos bien, todo esto tiene algo de ridículo, porque la frustración no viene por no poder salvar a los otros sino por no llegar a ser uno mismo. Estaría justificado que desapareciéramos de rabia, al darnos cuenta de que por mucho que queramos cambiar el mundo para bien, hay pocas opciones para intentarlo. Pero no, desaparecemos simple y llanamente porque nuestro yo desaparece, porque como ante la tele de siempre: oír, ver, y a callar.

¿Quién decidió la retirada de Afganistán? ¿De verdad que no hemos sido capaces de darle esperanza a las mujeres afganas para a continuación dejar que las maten? ¿Quién decide que las vacunas no sean un bien común? ¿De verdad somos tan mala gente que pensamos que quien pueda se las pague? ¿Quién decide que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres más pobres? ¿De verdad que estamos de acuerdo con esto?

Tres ejemplos de una extensa hagiografía en la que el dolor es el relato de fondo, la imagen que solo vemos durante un tiempo limitado, porque mantenerla durante toda su existencia sería también muy doloroso para quienes desde el sofá la miramos.

El no poder rebelarse, el que nuestra opinión no cuente, pese a nuestro convencimiento de que lo que pensamos es lo más razonable, sería un motivo poderoso para dejarnos hundir en el sofá y no salir de sus tripas nunca. Pero no, no es la falta de rebeldía lo que nos hace desaparecer. La rebeldía provoca una intensa sensación de derrota cuando se ve que es algo imposible pero siempre nos reafirma: nos hace más personas gracias a la asunción del fracaso y a la toma de conciencia que esto implica.