Mi primera escuela oficial fue la de mi barrio, la Hispanidad. Antes había aprendido a leer con una vecina estudiante de magisterio en su casa, y después en la escuela de Doña Eus, un aula muy grande con los niños a un lado y las niñas a otro, los más pequeños en primera fila y los más altos detrás, donde aprendí a recitar cantando de memoria todas las provincias de esa España sin autonomías, y también de barrios obreros sin escuela pública, a la que algunos nostálgicos del franquismo quieren devolvernos.

Tras la rotura –yo nunca los rompía- de los cientos de cristales de las amplias ventanas de la escuela que se iba construyendo enfrente de mi casa, y las incursiones por los pasillos corriendo –eso sí, entraba con toda la chavalería de la calle- con el miedo a que nos pillaran, por fin se inauguró la escuela de la Hispanidad. Y debido al nombre que le pusieron, mucho antes de que fuera declarado con la democracia en 1987 el 12 de octubre Fiesta Nacional de España, en mi escuela se celebraba ese día de una manera especial.

En un proceso educativo de integración con el barrio, a las niñas que entrábamos por la calle Alcalá Galiano y a los niños que entraban por la calle Colón –también hay quien defiende la vuelta a la educación diferenciada por sexos en contra de la coeducación- nos enseñaban quienes eran los nombres que rotulaban las calles de nuestro barrio, muchos de ellos descubridores y conquistadores de América: la única avenida, la de los Reyes Católicos que pusieron el dinero para las carabelas de Colón, que sigue siendo una calle muy larga; los marineros que le acompañaron, los Hermanos Pinzón y Rodrigo de Triana; otros descubridores como Juan Sebastián Elcano, que logró culminar la primera vuelta al mundo o Núñez de Balboa que descubrió el Océano Pacífico; y entre los conquistadores, Valdivia y sobre todo los míticos Hernán Cortés que acabó con el imperio azteca de lo que nombraron Nueva España y luego Méjico, y Francisco Pizarro que hizo lo mismo con el imperio del inca en Perú.

Continuamos con el desfile militar en Madrid, que bien podría ser en Monte la Reina en los próximos años si todas las instituciones pusieran lo prometido para reabrir el campamento que en su día cerraron. Salvo que sean cuentos en lugar de historia

Todos ellos eran presentados como verdaderos héroes que llevaron la religión también verdadera, la lengua española y en definitiva la civilización a los pobrecicos indios, que andaban medio desnudos.

La historia que aprendí después también incluía lo que cinco siglos más tarde, en “Las venas abiertas de América Latina”, Eduardo Galeano nos cuenta: “En 1492, los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, descubrieron que existía el pecado, descubrieron que debían obediencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo, y que ese dios había inventado la culpa y el vestido y había mandado que fuera quemado vivo a quien adorara el sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que la moja”.

Volviendo a la fiesta de la Hispanidad de mi escuela, supongo que como estaba lejos de mi barrio no me contaron que la calle Fray Toribio de Motolinia estaba dedicada a un franciscano que como algunos otros representantes de la Iglesia Católica defendían a los indígenas frente a los abusos de quienes, justificándose en la extensión del evangelio, la lengua y la civilización, les arrebataban sus riquezas por la fuerza y extendían las enfermedades entre los salvajes que murieron en lo que algunos historiadores han considerado un verdadero genocidio.

Lo que ya durante la conquista denunciaban frailes como Fray Toribio y Fray Bartolomé de las Casas, ha denunciado nada menos que el papa Francisco recientemente, unos días antes de la Fiesta Nacional de España, pidiendo perdón en nombre de la Iglesia Católica: “Perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización”.

Palabras que han demostrado que no se ha superado el peso de la historia que aprendimos, y que han provocado el consiguiente escándalo entre los que quieren volver al Imperio Español, sin autonomías ni escuelas públicas, a la segregación por sexo-sexo y no tonterías de género, y al orgullo de ser español, español y español por encima del resto de la humanidad de indios desarrapados y salvajes o de inmigrantes en pateras. De nuevo subidos en carabelas y armados hasta los dientes, pero molestos esta vez porque no cuentan con la cruz evangelizadora gracias al Papa Paco. Gracias.

Frente a la voz de la Iglesia y los movimientos en América y en España que gritan “Nada que celebrar”, aquí seguimos celebrando la Fiesta Nacional con argumentos del BOE de 7 de octubre de 1987 que la consideran una “efemérides histórica”. Y continuamos con el desfile militar en Madrid, que bien podría ser en Monte la Reina en los próximos años si todas las instituciones pusieran lo prometido para reabrir el campamento que en su día cerraron. Salvo que sean cuentos en lugar de historia.

Aunque la primera lección de la historia es que no se puede juzgar con ojos del presente lo sucedido en el pasado, lo cierto es que la historia que a mí me contaron en la pequeña fiesta de la Hispanidad en mi escuela, cuando algunos años venían personas muy importantes y trajeadas que nunca supe quienes eran, no era la historia de verdad: faltaba la de los indios.

Como en la escuela de mi barrio seguí aprendiendo muchas más historias, en vez de la fiesta de la hispanidad –con respeto para la fiesta nacional- yo sigo prefiriendo celebrar la fiesta de la humanidad. Porque en ella cabemos todos. Sí, y todas.