Conocí una vez a un individuo que solo tenía un libro. Un libro que leía de vez en cuando. Bueno, más que leer, releer. Cuando le preguntaba que por qué no se hacía con algún libro más, para hacer menos monótona la lectura, siempre me respondía lo mismo, que no era necesario, porque en función de cómo lo leyera, la historia venía a resultar de una u otra manera. Me lo decía de manera cortante, utilizando muy pocas palabras. Pero como yo soy muy pesado, continuaba insistiendo en hacerle la misma pregunta, aunque dudara de poderle sacar de su idea sobre ese particular.

Hasta que, por fin, un día que me encontraba con más ganas de hablar de las habituales, le pedí que me justificara su peculiar punto de vista. Y, para mi sorpresa, lo hizo de una manera tan clara como sencilla, que permitía ser entendida. Me dijo que, el libro que tenía acababa con el suicidio del personaje central, siempre que se leyera siguiendo el orden de principio a fin, que es como suelen hacer los mortales.

Esa era la forma de terminar aquella historia. Pero si era leída empezando por el final y retornando paulatinamente hacia el principio, se iban viendo los porqués que le habían inducido al suicidio. De esa otra manera, ninguno de los porqués, por si mismos, hubiera justificado tan trágico desenlace. De manera que, cuando se llegaba al principio de la historia se habían ido borrando una a una, las situaciones que, de manera funesta habían influido en la dramática decisión tomada por el protagonista. Y es que, al ser las circunstancias menos trascendentes, se llegaba a reflexiones diferentes. Por eso, al final, la determinación que habría tomado el protagonista hubiera sido otra muy distinta a la que adoptó cuando se leía siguiendo el orden convencional.

Unos y otros habían optado por ese juego perverso de evitar pagar sus impuestos en España

Ante tal explicación, me dejé convencer de que la idea de leer los libros empezando por el final podía no ser una mala idea. Aunque en el fondo, más que estar conforme con ello, lo que deseaba era no meterme en camisas de once varas, ni en perifrásticas discusiones con aquel individuo.

Pero, como soy un cabezota, en mi interior se iba agitando algo que no me permitía darme por vencido. Así que, al siguiente día que me lo eché a la cara, le dije que comprar su argumento vendría a significar que cada libro podía llegar a tener dos lecturas, lo que equivaldría dos libros. Pero de eso a aceptar que fuera a disponer de una biblioteca, más o menos aceptable, había un gran trecho.

Ante esta observación no perdió el tiempo buscando respuesta, porque (como llegué a comprobar después) eran muchas las ideas que bullían en el interior de aquella persona. Así que me soltó que otra forma de leer cualquier libro era empezando por los capítulos pares y, una vez acabados, seguir con los impares, pues de esa manera los hechos se veían de manera menos filtrada al perder continuidad el hilo narrativo. Tal artificio en la lectura pretendía hacer ver que, a veces, no hacía falta tener constancia del desarrollo de determinados hechos, aunque no se justificara al cien por cien lo que estaba ocurriendo. No conforme con ese argumento me hizo también ver que, si se leía solo la parte que correspondía a los capítulos impares no se alteraba, de manera sustancial, el curso del relato, cosa que no ocurría con los pares, que cambiaban la trama por completo.

Así que otras formas de interpretar la novela, distintas a la plasmada por el escritor, eran planteadas ante mis narices. En aquel momento, aquel peculiar lector debió observar en mi algún gesto de aceptación, o incluso de entrega, y se lanzó a saco con nuevos argumentos.

Dejado llevar por una especie de arrebato, me fue soltando que las alteraciones en la forma de realizar la lectura daban pie a múltiples resultados, e infinidad de matices, que era algo así como utilizar gubias planas, curvas, en vértice, o en forma de cuchara, cuando se trabaja en una escultura. Tal como él entendía, podía jugarse con los párrafos, con las líneas, y hasta con las metáforas, y de esa manera llevar al lector a diferentes desarrollos y finales. Y casi siempre manteniendo el clásico principio de planteamiento, nudo y desenlace.

De repente me acordé de una noticia que acababa de leer, relativa a los “Papeles de Pandora”, en el que se sacaban a relucir las andanzas en paraísos fiscales de un ramillete de gente famosa, entre los que se encontraban Julio Iglesias, Vargas Llosa y Miguel Bosé. Unos y otros habían optado por ese juego perverso de evitar pagar sus impuestos en España. Pensé que, de poderse suprimir ese capítulo del curriculum de esas personas, podrían seguir presumiendo de ser más españoles que el “toro de Osborne”. Sin saber si decírselo o no a mi interlocutor, opté por despedirme de él de la mejor manera posible.

Pasado el tiempo, llegué a enterarme que aquel individuo era un escritor desesperado que, cansado de escribir un libro de múltiples maneras, no había encontrado la forma de que algún empresario se lo editara.