"Confieso que he vivido". Pablo Neruda.

Más allá de la significación astrofísica de puesta de un astro, singularmente el sol, o de punto cardinal, el oeste, y más allá también de la liturgia romántica de contemplar el ocaso solar, lo cierto es que el término tiene poco de alegre, porque no deja de ser el final de algo, incluso su decadencia. Así, con la denominación de ocaso tenemos desde compañías de decesos y funerarias hasta su uso para referirnos a todo aquello que termina, y no siempre de buena forma: una figura pública, un régimen, una era, una civilización y, cómo no, la propia vida, que es lo que me trae a estas páginas.

Cuando era más joven, identificaba el ocaso de la vida con una edad que por aquel entonces cifraba en torno a los sesenta años. Así, con esa ansia de juventud de situar todo lo negativo en tiempos lejanos al que vivimos, en una inconsciente forma de sentirnos seguros, me parecía que una persona con esa edad estaba ya en el declive de la vida, porque, a fin de cuentas, pensaba yo, lo que no hubiese conseguido a esas alturas difícil se me hacía que pudiera lograrlo. Todo estaba ya hecho y solo quedaba ir esperando con la mejor de las disposiciones a que llegase la Parca, a ser posible con eficacia y sin hacer larga la invitación a dormir en sus brazos.

Sin embargo, a medida que fui dejando la juventud y me fui instalando en ese momento que yo entonces consideraba como el ocaso, entendí que no todo era tan simple como poner una fecha de empiece y fin probablemente a nada, pero, desde luego, no a la vida. Porque el tiempo, ese que marcan las manecillas del reloj, las hojas del calendario, o la sucesión cansina de festividades y celebraciones variopintas, no es más que tiempo cronológico, tiempo que pasa inexorable y repetitivo, tanto, que a medida que van sucediéndose los años casi nos permite predecir lo que pasará en cada momento si no hay sorpresas, y si las hay, no dejarán de ser una muesca más en la culata del revólver de la vida que se sumarán a los eventos a celebrar o recordar llegado el momento. En cualquier caso, serán tiempo cronológico, tiempo de acompasado tic tac de reloj antiguo.

Cada amanecer levanto la persiana del alma, miro al horizonte y con un guiño burlón al sol que se despereza ante mis ojos le susurro lo mejor está aún por venir y por ser vivido

Si solo existiese ese tiempo, entonces mis cálculos de juventud no serían tan errados. Porque, en efecto, allá por la sesentena o más, son demasiadas las fechas repetidas en el calendario, demasiadas las muescas en la culata de nuestro cuerpo y nuestra alma y demasiado casi todo. Pero lo que fui entendiendo es que la vida era mucho más que el paso marcial de las agujas del reloj del campanario de la existencia, que, indefectiblemente, acabará en la alternancia acompasada de sonidos graves y agudos del toque a muerto, rematados con un toque, dos, o tres según el difunto sea hombre, mujer o joven.

Por fortuna, si bien es verdad que habremos de ganárnosla, sobre el tiempo cronológico se erige altivo el tiempo vivido, ese tiempo que suman todos y cada uno de los momentos, alegres o no, en los que nos hemos sentido nosotros mismos, plenos incluso en la desgracia, pero sabiendo y, sobre todo, sintiendo, que no solo estábamos vivos, sino que estábamos viviendo, que estábamos gobernando nuestro destino incluso en la debacle y, por supuesto, en los instantes que sentimos como si un rayo nos inundara de felicidad absoluta. En definitiva, ese tiempo, imposible de marcar en un reloj, que hace que un minuto parezca una hora o viceversa, pero del que nos sentimos dueños y señores, ajenos a cualquier otro acontecer que no sea justamente ese que estamos viviendo en ese instante, como si todo el universo se concentrase en ese momento y todo lo demás careciese de la menor importancia.

Y este tiempo vivido, tan independiente del cronológico grabado en el DNI como se marca a las reses, tiene un ocaso que no coincide con los años que se tengan y de ahí mi error de juventud. Porque el ocaso de la vida no aparece cuando se han ido acumulando años y años, sino cuando se siente que nada queda ya por sentir ni vivir, cuando parece que solo resta aferrarse a los recuerdos porque nada nuevo merecerá la pena ser incorporado a su baúl, cuando se asume que hay mucho más pasado que futuro y, sin ni siquiera acritud, se acepta, aun cuando ese pasado tenga más sombras que las luces que pudiera encender el futuro, que ya ni siquiera nos da miedo, simplemente lo despreciamos como algo ajeno a nosotros, imposible de que podamos vivirlo, porque no es más que una quimera, o algo para otros, para los jóvenes. Emociones, sensaciones, ilusiones y deseos quedan fuera de nuestra cotidianeidad como si ya no nos quedase nada por vivir y, como el legendario Max Estrella de Valle-Inclán le dice a don Latino, pudiésemos silabear “mañana me muero”, así, sin más.

Mi padre tenía una frase que me soliviantaba y que decidió aplicarse casi de manera espartana antes de la sesentena: “lo que no he visto me lo imagino”. Quizás sea el mejor resumen de lo que es el ocaso de la vida, la renuncia a que nada pueda no ya sorprendernos, sino ni siquiera interesarnos y mucho menos apasionarnos. Y la tragedia de esa frase, de ese ocaso, es que no es un acabar en el instante, no es ese mañana me muero de Max, sino que es una lenta agonía que encallece el alma, arruga el cuerpo y reduce el tiempo a un mero fluir sin permanecer.

Por eso ahora que para el joven que fui voy caminando al ocaso cronológico, cada amanecer levanto la persiana del alma, miro al horizonte y con un guiño burlón al sol que se despereza ante mis ojos le susurro lo mejor está aún por venir y por ser vivido, así que hoy tampoco te acompañaré en tu ocaso.