A David Beriain y Roberto Fraile no los asesinaron por periodistas. Ni por estar en el sitio y momento equivocados. Ambos cargaban en la mochila con misiones reporteriles llevadas a cabo en lugares mucho menos recomendables.

Los quitaron de en medio, junto al conservacionista irlandés, Rory Young, miembro de la ONG Chengeta Wildlife Foundation, y encargado de proteger en Burkina Faso espacios naturales y a comunidades locales, por pretender denunciar un negocio que produce descomunales beneficios sólo a unos pocos, pero que nos perjudica a todos: la destrucción del planeta.

Todos los humanos tenemos un precio. Los hay que se venden por un plato de lentejas. Y los hay que se venden por aumentar su cuenta bancaria con la cría de cerdos y pollos inmunocomprometidos. Lo que sea, con tal de que sus hijos tengan un futuro asegurado bien lejos del pueblo. Lo que sea, siempre que puedan, como Lot y su familia, abandonar a tiempo la Sodoma destruida. Y con nulo riesgo de convertirse en estatuas de sal, pues no se molestarán en volver la vista atrás para contemplar la tierra devastada que dejan a su paso.

En la película Zero Dark Night, La Noche más Oscura, donde se relatan las labores de inteligencia que permitieron neutralizar a Osama Bin Laden, una amplia mayoría de espectadores queda escandalizada con las torturas de la CIA. Y es que algunos son capaces de descubrir un día de estos el fuego, el buen barro de Pereruela y hasta las sopas de ajo…

El periodismo en zona de destrucción del planeta ha sustituido al periodismo de guerra como oficio peligroso al que sólo unos pocos locos se quieren dedicar

Son escasos, quienes reparan en un detalle humano, demasiado humano. Una escena, en la que a un confidente musulmán que se negaba a denunciar a uno de sus hermanos de fe, lo conducen a un concesionario de Lamborghini, para tentarle como Satanás al Nazareno: todo esto será tuyo si te postras ante mí, y me adoras.

Y aquel musulmán, que de haber sido agnóstico, judío o pagano no hubiera afectado en nada al desenlace, acaba vendiendo al otro, y hasta a su abuela, si la tuviera, por un coche amarillo. Carísimo, de eso no queda duda. Muy estrafalario, de eso, tampoco. Con cuatro ruedas, como todos los coches. Y con sólo dos asientos, que te deja pensando el resto de la película, pero dónde va a colocar el mostrenco este las sillitas de bebé.

Por desgracia, con la naturaleza sucede lo mismo. Deforestar el Amazonas, el gran pulmón del planeta, para sembrarlo de soja tiene un precio. La sobrepesca y contaminación de los océanos hasta arruinar la Gran Barrera de Coral tiene otro. Y cazar el último rinoceronte blanco también lo tiene, su precio.

El CNI, el Centro Nacional de Inteligencia, cree… Especial énfasis en el verbo creer. Creer se cree en Dios, en las hadas o en la reencarnación. En las vacunas no se puede creer, porque las vacunas son Ciencia. Y en la Ciencia no se cree, la Ciencia es.

Repito, el CNI cree… que los dos periodistas españoles, más el defensor de la naturaleza irlandés, iban a ser secuestrados para pedir un rescate, como es el procedimiento habitual de cualquier grupo en cualquier zona geográfica bajo la influencia de Al Qaeda o del Estado Islámico, pero algo salió mal. Es lo que tienen las creencias. Que todas son muy respetables, pero no por ello dejan de ser eso mismo, creencias.

En España, nos sobrecogió el asesinato de nuestros dos periodistas y del ecologista, pero es practica habitual. Demasiado habitual. Ya no se asesina a misioneros y cooperantes. Ahora se asesina al que denuncia el expolio de un planeta que es de todos. De todos. No sólo de cuatro viejos ricos dueños de una multinacional, y sus fieles esbirros. Se gana más con el asesinato de activistas medioambientales, que con el secuestro de infieles paliduchos.

La ONG Global Witness demuestra, con pruebas, que los asesinatos de defensores de la naturaleza aumentan cada año. En 2019, la revista Nature documentaba que entre 2002 y 2017 fueron asesinados más de 1.500 protectores del medio ambiente. Sin embargo, otros estudios, como el de la Universidad de Sussex, Inglaterra, y la de Queensland, Australia, aumentan las cifras hasta el doble. Debido a lo difícil que puede resultar confirmar las bajas en ciertas comunidades indígenas.

En el libro, ¿Quién asesinó a Berta Cáceres? de Nina Lakhani, se asegura que existe una evidente corresponsabilidad entre las instituciones, los Estados y las multinacionales para cubrir de impunidad la autoría de esta lacra. Según la autora, Latinoamérica es el lugar más peligroso del mundo para denunciar el saqueo del planeta. Seguido de Asia y África.

Además, confirma que más de un cuarenta por ciento de las víctimas son líderes indígenas. Firmes defensores de la sagrada tierra de la que viven, frente a la inmoralidad de las empresas mineras, la agroindustria, las madereras, las hidroeléctricas y la caza y pesca ilegal.

Moraleja: El periodismo en zona de destrucción del planeta ha sustituido al periodismo de guerra como oficio peligroso al que sólo unos pocos locos se quieren dedicar.