Pese a que en nuestra vida cotidiana utilizamos un número sustancialmente reducido de palabras, algunas de ellas las usamos con especial ahínco, sobre todo para adjetivar situaciones o personas, porque, lo reconozcamos o no, en el día a día somos muy dados a colocar un adjetivo, no siempre sujeto a un proceso de reflexión, para mostrar con rapidez nuestra situación en el mundo y en relación con los demás, como si de ello dependiera nuestra tranquilidad, o al menos nuestra selección de lo que es importante y lo que no.

En este contexto hay que entender la utilización del adjetivo simple, una palabra que alude a lo sencillo, a lo que carece de dificultad o complicación. Visto así, no parece que merezca dedicarle mucho más tiempo, puesto que la misma palabra es en sí sencilla y con las cosas sencillas no hay por qué enredar para complicarlas.

Sin embargo, la palabra simple tiene unas acepciones, recogidas por el Diccionario de la R.A.E. como utilizadas comúnmente, que dan una dimensión mayor a este término. Porque, en una gradación peyorativa, este adjetivo también alude a manso, apacible, incauto, mentecato, o abobado. Así que cuando decimos de alguien que es simple, tiene más posibilidades de que lo estemos definiendo como tonto que como alguien sin complejidad, cosa que, por otra parte, sería una excelente visión en un mundo en el que parece que todo tiene mil y una interpretaciones y no siempre agradables.

Cuando somos capaces de anteponer el quiero al debo, entonces descubrimos que lo simple se convierte en nuestra verdadera felicidad y nos sabemos importantes, irrepetibles y valiosos para nosotros y para los demás

Si nos quedamos con la acepción más amable de simple, esa que dice de algo o alguien que carece de complicación, la verdad es que no es precisamente a lo que dedicamos ni nuestros esfuerzos ni mucho menos nuestro pensamiento. Pareciera como que las cosas que consideramos simples están ahí sin más y para siempre y que, por tanto, nuestro empeño ha de destinarse a otras que requieran mayor esfuerzo. Así es como dedicamos casi la totalidad de nuestras energías a conseguir un determinado estatus social o económico, tener reconocimiento y éxito, ser importantes en nuestro trabajo e incluso de cara a los demás; en definitiva, estamos más pendientes de estar o tener que de ser.

Y aquí es en donde la palabra simple se alza sobre su propia definición. Porque simple acaba siendo una caricia, una sonrisa, una mirada cómplice, un beso, o un amanecer y un anochecer. Y así podríamos ir enumerando un sinfín de acciones o situaciones que, en apariencia insignificantes, cuando carecemos de ellas nos sentimos desangelados, fuera de sí y del mundo, tristes y hasta angustiados, sensaciones todas ellas que surgen ante la carencia y la imposibilidad de poder adquirir cualquiera de esas simplezas.

Porque precisamente ese conjunto de cosas y sensaciones simples tienen valor, pero no precio, y solo por esto debiéramos estar más atentos a conseguir y mantener esas cosas simples que a todas aquellas que se pueden adquirir con el leve movimiento de extraer la VISA de la cartera, puesto que, si lo pensamos, cuando nos sentimos arropados, cuando disfrutamos de una buena compañía incluso siendo nosotros mismos nuestra única compañía, todo lo que podemos pagar pasa a aumentar nuestra sensación de felicidad o de tranquilidad; nuestro estar a gusto con nosotros y con lo que nos rodea. Me siento bien y si, además, puedo comprarme el capricho que me apetece en función de mi poder adquisitivo, entonces, miel sobre hojuelas, que decían los antiguos para aludir a la satisfacción de añadir algo bueno a lo ya de por sí bueno. Pero si, por el contrario, nos sentimos huérfanos de esas cosas y sensaciones simples, bien por no tenerlas, bien porque ya no nos dicen nada, porque ese beso o esa caricia, esa mirada o ese paseo, aun estando, ya no nos erizan la piel, porque un amanecer o la llegada de una nueva estación no pasan de ser un mero cambio meteorológico, o el desprender una hoja del calendario; entonces, todo aquello que podamos pagar, todo lo que, en definitiva, tiene precio servirá como mucho para evadirnos de nuestra propia soledad y tristeza, pero jamás podrán suplir el vacío que nos va inundando el alma. Y es entonces cuando acabamos siendo conscientes de cuánto vale lo simple, tanto que ni siquiera tiene precio y de ahí su grandeza.

Vivimos acelerados en una especie de viaje a ninguna parte donde el tener se sobrepone al ser y, pese a que la pandemia en la que aún andamos enredados parecía que nos había invitado a dedicarnos un tiempo a nosotros mismos, ha bastado que el virus vaya aflojando para que hayamos vuelto a las andadas, a seguir frenéticamente más pendientes de estar en el mundo que de ser en el mundo, cuando es aquí donde está lo esencial de la vida: en sentirse que se es uno mismo mientras estamos aquí y que no somos sencillamente parte transitoria de una maquinaria que nos marca los tiempos de existencia y que sin nosotros seguirá con su rutina sin ni siquiera guardar memoria de nuestro paso.

Por eso, cuando somos capaces de anteponer el quién soy al qué tengo, el cómo estoy al cómo he de estar por exigencias de un guion, no siempre escrito, social, cultural o familiar; cuando somos capaces de anteponer el quiero al debo, entonces descubrimos que lo simple se convierte en nuestra verdadera felicidad y nos sabemos importantes, irrepetibles y valiosos para nosotros y para los demás.

El otoño va desnudando los árboles, dejándolos en la simplicidad de su tronco y sus ramas, desprendidos de todo los colores y olores de sus hojas, pero mostrándolos firmes sobre el terrero, altivos y desafiantes sobre sus raíces, por eso el otoño siempre es un buen momento para, un atardecer cualquiera, poner nuestra cara junto a los cristales que ya barruntan el frío y contemplarnos. Seguro que lo que nos llenará el alma será algo tan simple como sentir que estamos besando un beso, soñando un sueño, o abrazando un abrazo.