Aparecía el coche al final de la calle larga. Ibas corriendo a decírselo a tu abuela; la agarrabas del mandil y ella se reía por la euforia que había en tus gestos. Una euforia más grande que tú. Apagaba el fuego, dejaba la comida a salvo y te daba la mano. Los dos ibais a dar la bienvenida a los familiares de Cataluña. Sacaban las bicis, las consolas que tu no tenías y el perrito dentro de la jaula. Tu tía cargaba unas bolsas azules, como las de la basura, pero llenas de ropa usada que olía a tu primo. Ropa de marca, con los símbolos de los anuncios.

Ropa de segunda

En pocos minutos, se mezclaban dos olores en los que cabía un verano. Un olor artificial, como a producto de limpieza, pero rebajado con agua, más fresco y respirable: el ambientador verde que colgaba del espejo central del Ford. No había ambientador —ni siquiera el de los coches de las madres de tus amigos que te recogían a la salida del cole— que diera a uno ganas de hacer tantas cosas: ir a la piscina y no salir hasta tener la piel arrugada, conducir hasta un pueblo de Portugal aunque fuera para comer pescado; tortilla y pimientos en un merendero. El destino era lo de menos. El viaje era tránsito y también suelo firme. Llegábais a sitios y os volvíais a ir. Otro viaje en que habitar. El Ford estaba en la puerta, a la sombra de una higuera.

Bajábais todos los bultos. Mejor si mayor era el número, pues eso equivalía a más días en el pueblo. Al abrir la casa vieja, los aromas acumulados durante meses por fin veían la luz, se esparcían por la calle y envolvían los higos. Olía a casa de adobe, a vino añejo y a tierra seca.

El hule estaba tejido con ropas en que se prendían trocitos del ayer

Paseabas por las calles del pueblo con la ropa de marca y las combinaciones estrafalarias de tu abuela: pantalones rojos, camiseta rosa y pelo naranja. Otros niños en la ciudad vivían una infancia en blanco y negro. En el pueblo no. Allí los muchachos vivíais a todo color.

Y con el paso de los años, tu abuela empezó a vestir las prendas que tu heredaste del primo. Y las blusas y chaquetas de las amigas que revivían una y otra vez en las narraciones de la sobremesa. Su piel arrugada estaba hecha de jirones de recuerdos. Lo mismo decían las telas con que cubría su piel. Los ropajes guardaban algo de quien los llevó durante años.

Camisetas manchadas con heridas de niños, lavadas con detergentes que ya no se vendían, después solo trapos para limpiar la mesa donde los dos almorzábais. Blusas que una amiga desaparecida vestía los domingos para ir al vermut y que la abuela lavaba con cuidado para que no perdiera del todo su olor.

Erais dos en la sobremesa, pero había más convocados. Los otros saludaban a su forma, ponían en vuestras cabezas los relatos mutables, a los que se unían nuevos personajes y diálogos antes ocultos. Se acurrucaban en las sillas libres y soplaban todos a la vez. Eran el fuelle que mantenía viva la llama de las anécdotas que fueron. Y volvían a ser alrededor de la camilla: el hule estaba tejido con ropas en que se prendían trocitos del ayer.