En unos de los estantes de la librería de Patricia en Villalpando permanece, no por mucho tiempo, un ejemplar de la nueva novela de Javier Marías. En las grandes ciudades cada año se anuncia el desalentador cierre de más tiendas de libros, por lo que conservar una pequeña librería en un pueblo pequeño es un extraordinario privilegio.

Pros y contras del COVID. Contras: Todos. Pros: Nunca se habían vendido tantos libros. Y eso en nuestro país es un logro de proporciones olímpicas. Porque en España, una casa llena de libros funciona mejor que una alarma y dos American Pitbull Terrier protegiendo la finca. Nadie en su sano juicio quiere okupar una casa llena hasta los topes de libros.

Lástima que la vida, como los libros, no se pueda aparcar por un tiempo, y retomarla después

Un domingo cualquiera, me acerqué a comprar los periódicos y uno de los fieles estaba ojeando las páginas de Tomas Nevinson. Después anunció con orgullo, que el autor es cliente suyo, de la pastelería que regenta en la Plaza Mayor de Madrid. Regentaba, porque el cliente es jubilado.

La envidia es un pecado capital insulso, no me inquieta, así que no me molesto lo más mínimo en combatirlo, pero en aquel justo momento sufrí en mis carnes la tentación. Debe ser alucinante poder presumir de que el genio israelí de David Grossman, tiene en tan alta estima el cuidado de su salud, que se alimenta con los mejores corderos del mundo, los míos.

El habitual siguió sincerándose, y confesó que durante toda su vida había comprado muchos libros, a sabiendas de que, aunque durante su vida en activo no tenía tiempo ni de morirse, mucho menos de leer, una vez jubilado, su intención era la de acabarlos todos. Lo intentaré significa voy a fracasar.

Pero los designios del Señor son insondables. Quien planta olivos sabe de sobra que nunca cantará “debajo del olivo”, como las hermanas Salazar de Azúcar Moreno. Quien planta olivos es consciente de que lo hace para beneficio de las generaciones venideras. Lo que este buen jubilado desconocía entonces, es que todos esos libros que compró le están resultando de buen aprovecho a su hija y nietos. El mejor legado que se puede dejar.

De este sencillo modo es como surge el realismo sucio en la literatura. De la necesidad de contar la historia de la gente mediocre. El conjunto de la sociedad, los prescindibles. Ese rebaño revacunado, que debe hacer frente al tedio de unas vidas soporíferas que no brillan ni destacan.

Y ahí radica la obra de arte. Cómo mediante una narrativa sobria, ruda, descarnada y aún así, ajustada a la función expresiva de Jakobson, se consigue ensalzar una aborregada vida normal, hasta convertir a los sosos protagonistas en dignos y merecidos personajes de novela.

El jubilado que soñaba con ser bibliófilo de arriba, el comercial sin escrúpulos que estafa vendiendo carísimas colecciones de libros a viudas con una pensión mínima y enfermas de soledad, incluso el guarda forestal que nunca en su vida ha leído un libro y durante su servicio hace uso y abuso de esclavas sexuales en sórdidos bares de carretera. Para el realismo sucio, todos somos personajes de novela.

Para el ruralismo sucio, también.

En España tenemos un soberbio precedente: la intrahistoria. La generación del 98, antes que escribir sobre Napoleón, prefería hacerlo sobre esos miles de pobres desgraciados, que no figuran en los libros de historia, pero sin los cuales, el general francés no sería reconocido como el gran estratega que fue.

Los libros de John Updike no se consideran realismo sucio, y aún así, son un fiel reflejo de las predecibles, por rutinarias, vidas de la burguesía norteamericana. Y en sus páginas, estafar al seguro, malcriar a los hijos, seguir la competición Nascar de carreras de coches o zumbarse al vecino del quinto D se describen con la misma exquisitez estilística que la salida de Eneas de Troya en llamas.

Aparte de ser el hombre más atractivo que puebla la faz de la tierra, Richard Ford, puede que sea uno de los escritores que mejor representa el realismo sucio en la actualidad. Porque el realismo sucio es mucho más que la irreverente poesía en prosa de Bukowski.

Y por ello también es sucio el realismo que utilizan Sam Shepard y Cormac McCarthy para contar sus tristes historias de perdedores a un lado y otro de la frontera con México. Cormac McCarthy, la única vez en mi vida que he sentido la necesidad de aparcar un libro, incapaz de seguir leyéndolo, para dejar pasar unos días antes de retomarlo, con la vana esperanza de que en ese intervalo haya cambiado el feo desenlace que se intuye. Demasiado rural. Demasiado real. Demasiado sucio.

¿Pero qué no lo es? Lástima que la vida, como los libros, no se pueda aparcar por un tiempo, y retomarla después.