Aforismo, sentencia, dictaminaría el clásico. Pero con igual o quizá más autoridad dícese refrán en la lengua más hermosa del mundo, no otra que la española siéndolo por mía y de mis antepasados, lo cual debería bastar. Por si no lo hiciere con tanto majadero suelto y faltoso, también fue la de Cervantes de ir al tópico, y escapando a él en lo manido, nada menos que de un Azorín excelso a la hora de glosar en su Ruta el topónimo humilde y al par glorioso de Argamasilla de Alba, quintaesencia manchega que no charnega de lo español, en evocación cimera de nuestras letras.

La lengua española, nacida para todos castellana como franca que fue sobre dialectos, fablas, rarezas y chapurreos de prestado o a medio hacer, excepción hecha, claro está, de la gallega completa y colmada, es algo áspera, casi tosca en lo fonético y lo gramatical, como si, en la hondura de nuestra tradición villana y comunera, sus voces tuvieran prisa al salir de aceifa, para zanjar pronunciación e incluso semántica cortando por lo sano, al margen de florituras y vanas sutilezas. Porque de tirar a lo pronto y lo derecho, qué lengua romance, también la gallega, se conforma con cinco vocales rotundas cual tizona campeadora, acudiendo a la tilde para deshacer diptongos a la brava, a fin de no perder tiempo arrastrando si no sobando las palabras. Y qué idioma se dota también a las bravas de dos consonantes bizarras como la c y la j, para dirimir y sentenciar con ese vocablo magnífico, patrón y hechura de nuestra idiosincrasia, aquí no por casualidad Espartero y montura de por medio.

Refranes que no rufianes tiene de sobra la lengua española, para desfacer lo humano a las claras y las bravas, poniendo a unos y otros en su sitio, por lo general incómodo como nuestra peculiar orografía, quebrada sin dejar de ser meseteña. Refranes que, lejos de artificios y retoliqueos, dan aprisa con la verdad de las cosas, ocupándose a veces del destino y otras del prójimo, a quien por lo quijotesco, entre venteros, putas y yangüeses, mejor tenerlo lejos para evitar malentendidos.

Difícil encontrar diagnóstico más certero sobre la naturaleza humana que dos perlas de nuestro refranero, poniendo una los puntos sobre las íes en lo que toca a la igualdad, la segunda en cuanto a la maldad de nuestra muy imperfecta condición. ¿O no hay verdad en el retruécano seco, abrupto por lo escueto, del malicioso “Como te ves me vi, y como me ves te verás”? Certeza a carretadas, tanta como aquella del todavía más agudo e hiriente: “Nunca sirvas a quien sirvió”, hoy muy a la mano española y espartera respecto a rufianes de por aquí cuando no indios de por allá, habiendo como hay para dar, tomar y regalar. De manera que ¡Sancho y cierra España!, naturalmente presto con Santiago a marchar de cabalgada y reconquista.