Cuando las cosas vienen mal, vienen todas juntas, decía ayer mi sabia vecina con su turbante puesto para ocultar los efectos de la quimio. No pude evitar media sonrisa, teniendo en cuenta que no se refería a sí misma.

Quizás se deba al cansancio, pandémico o no. Al hastío de lidiar con tanto obstáculo absurdo entre nosotros y lo realizable, entre lo factible y el fracaso anunciado. No sé si es la crisis de la más que mediana edad o que, sencillamente, llega el otoño. No dejo de pensar en el eslogan de una absurda campaña publicitaria de una compañía de seguros que define al humano como un cúmulo de ganas, un ave fénix que se repone de fracasos sucesivos para llegar a superarse. No niego que la idea es envidiable, pero luego abres la puerta de casa y te enfrentas al día a día, repleto de momentos que te dan de bruces con la evidencia de la irrealidad de los ganchos publicitarios.

Los días se hacen más cortos y sí, es cierto que la ciudad enseña una foto bonita bajo las hojas caídas y las aceras mojadas, pero cuesta ponerse en marcha una temporada más. Los noticieros, como los llamaban antes, siguen dando versiones de la misma triste realidad. Hasta a mis alumnos, adolescentes llenos de vitalidad, les empieza a agotar el gris predominante. Reniegan aún más de lo habitual de la información que solo les lleva a las mismas guerras, al mismo dolor y enfermedad mientras la vida les recuerda que sigue transcurriendo sin pausa ni perdón. No dejamos de cambiarles las reglas del juego sin mejorar el escenario. Hasta la naturaleza parece especialmente enfadada últimamente.

Cuando las cosas vienen mal

Me rodean hipotensos e hipertensos. No logramos estar en el tempo adecuado. Corremos acelerados, con nuestros ritmos desbocados, o nos arrastramos lo más elegantemente posible tras las manijas del reloj. En los medios, los políticos se gritan mientras los demás no sabemos si unirnos al grito u optar por la desgana hipotensa. Ninguna de las opciones es correcta.

Este panorama desalentador parece campo abonado para que se pretenda mantener aletargada a la sociedad con fútbol y cañas, remedo del otrora “pan y toros”. Los botellones salen en los telediarios y las conversaciones de bar ya han vuelto a centrarse en los goles y las decisiones del V.A.R. Vuelve a empezar la Champions. Empieza todos los años renovando esperanzas baratas para quienes no pueden pagar mucho más.

Y digo yo que para cuándo una esperanza digna de mención, allá en el horizonte. Para cuándo una opción meditada e inteligente, en cualquier flanco, para atender a las ganas e innumerables necesidades de las gentes de a pie. No hace falta ser politólogo para entender que, a falta de ideas encaminadas, se buscarán salidas histriónicas e incivilizadas. Si no se atiende a lo que hay que hacer, vendrán otros con soluciones de medio pelo teñidas de incivismo y discriminación. Acabaremos echando pestes sobre el vecino inmigrante cuando nos llegue el recibo de la luz, y el consiguiente escalofrío, en nuestra economía casera. Estamos cansados de tanta grisura y, aunque nos siente bien el negro, necesitamos un poco de color. No se debería menospreciar la importancia del ánimo y las esperanzas, que van dejando de ser comunes para convertirse en sorpresas personales, individuales. Solo esas pequeñas alegrías que nos sorprenden, entre nubarrón y nubarrón, y que apenas son capaces de soportar una narración dada su minúscula entidad. Minucias.

No dejo de pensar en el eslogan de una absurda campaña publicitaria de una compañía de seguros que define al humano como un cúmulo de ganas, un ave fénix que se repone de fracasos sucesivos para llegar a superarse

En el fondo somos unos románticos y añoramos que un golpe de suerte nos salve de la pena o simplemente rezamos para que las cosas no empeoren. Vivo en un trozo de ciudad que se asemeja más a un pueblo. Salimos con nuestras sillas plegables para respirar un poco cuando no llueve. Cada una con sus cosas, su vida, a veces su turbante, para hablar de averías y apaños en diferentes generaciones, intercambiando favores y consuelo. Profundizando en lo grave solo con la mirada. Bastante es ya vivirlo como para comentarlo. Todas sabemos lo que hay porque lo reconocemos con olerlo. Siempre mujeres solucionando las crisis. Con sus achaques y sus muletillas. Siempre ahí. Ellas, progresistas en todos los sentidos. Sus hijos, cada vez más cerca del lado oscuro porque no tienen las herramientas que ellas se forjaron. Era otra época. Al menos, pensaban que solo cabía mejorar. La esperanza, la misma para todos. Ahora, perdida entre ruido y llovizna, con atrezzo de mascarillas.

Pareciera que me quede en lo privado y anecdótico y sin embargo creo que esa es la esencia de los días. Aun así, los redaños en seguir avanzando recurriendo a nuestro equipaje más personal no exime a dirigentes e ideólogos de diseñar una mejor estrategia para el esbozo de un futuro mejor. No uso condicionales, pero sí sustantivos poco concretos. Como la esperanza. Algo a lo que agarrarse que nos trascienda, concediéndonos una idea de grupo, más allá de barrios e ideologías. De lo contrario, nos enquistaremos en nuestra realidad más personal. Veremos la película tras nuestras gafas, perdiendo la posibilidad de empatizar, de compartir. De mejorar. Una posibilidad de salir de esta sopa grumosa que respiramos entre unas cosas y otras.