El más elemental sentido de la responsabilidad; por las gravísimas repercusiones negativas y daños que acarrea para los demás, como para sí mismo, si no se ejerce con plenitud, “sentido y sensibilidad”; exige el tenerlo presente, y ejercerlo, en cualesquiera comportamientos, cumplimiento de todo tipo de obligaciones legales, profesionales, ciudadanas, familiares, políticas, sindicales, etc., muy especialmente las que son libremente adquiridas.

El ser coherente con las capacidades, los conocimientos, el talante, la idiosincrasia, el temperamento, la idoneidad, o no, para ejercer una determinada profesión, compromiso, tarea, la adaptabilidad, o no, a las características y demandas de un colectivo al que incorporarse y servir, etc., es ineludible tenerlo en cuenta, ponderarlo, etc., para evaluar si se reúnen esas características y condiciones tan necesarias e imprescindibles para acometer la tarea de forma óptima y plena, condición “sine qua non” para atender, con un mínimo de dignidad y consideración a la atención de las demandas de quienes precisan el concurso de los demás para resolverlas y atenderlas.

Estar plenamente convencidos, sin duda y reserva alguna, de que se reúnen los requisitos para el desempeño de un oficio, es inexcusable para su feliz aprendizaje, desarrollo y ejercicio, lo que implicará la satisfacción de los requerimientos, necesidades, etc., de los demás. Es decir, hay que ser “serios”, no engañarse a sí mismo, no “probar a ver qué pasa”, etc., pues pudiera acarrear perjuicios a los semejantes, que no tienen por qué soportarlos.

Además, hay que tener presente que, para el correcto desenvolvimiento de una competencia, se precisan diferentes niveles de formación profesional, de entrega, de responsabilidad, de condiciones, etc., pues toda tarea humana es inexcusable y, por ello, valiosa e imprescindible; lo que armoniza con las diferentes configuraciones del ser humano, siendo, por lo tanto, todos ellos necesarios para lograr y maximizar el bien común.

Así, la Iglesia Católica para cumplir con los mandatos evangélicos, que se podrían resumir en servir mucho y bien a la “grey”, profese, o no, su religión; pues “todos somos hijos de Dios”, (Pablo, Carta a los Romanos, 8.14), dispone de consagrados y de laicos, todos indispensables, con independencia de sus diferentes niveles de preparación, entrega, disponibilidad. Es decir, cualquier persona es útil para realizar sus fines, el servicio, sin reservas, a los demás.

El ministerio de diáconos, “servidores”, por lo tanto, también puede la persona conseguir una sólida preparación religiosa, teológica, etc., la plena espiritualidad, el prestar una magnifica actividad pastoral, etc., compatible con otras relaciones humanas y familiares, en algún caso, “sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad”, (Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium 29, párrafo primero, Sacrosamto Concilio ecuménico Vaticano II).

Y es que la madurez, la salud, el conocimiento de la vida, son imprescindibles para ser consecuentes con las decisiones libremente tomadas, evitando, de paso, los perjuicios a los demás, la pérdida de reputación a las organizaciones de las que voluntariamente se forma parte, etc.

Y a los que ocasionan gravísimos hechos por la incoherencia de su proceder con lo inicialmente decidido, con daños, que esperemos que sean reparables, perplejidad, asombro, y hasta escándalo; sean comprendidos, perdonados si a ello hubiere lugar; y que, como de todo acontecer humano, se saquen aprendizajes del análisis sereno de tal proceder; para mejorar el futuro entre todos; pues de todos es hacer un mundo mejor, más sensato, más responsable, más solidario, más respetuoso, más coherente….

Marcelino de Zamora