Brechas por todas partes. Brecha salarial, brecha digital, brecha social, brecha educativa… Son muchos los que intentan sin resultado comprar tiritas para tantas heridas abiertas en la frente de los mismos.

Conversaba recientemente sobre las reducciones llevadas a cabo en una gran empresa de este país y sus planes para incentivar jubilaciones anticipadas. Trabajadores en la cincuentena a los que se les anima a dejar el trabajo con más de tres cuartos de su envidiable sueldo hasta la jubilación. Bien está si eso se merece, no digo que no. Simplemente, me parece que, aunque sea una realidad sobrevenida en esos hogares, en los que se tendrán que replantear ciertos hábitos y reflejos, resulta mucho más llevadera que la de otros que, con sueldos mileuristas, han visto como el despido ha sido la respuesta a la crisis. Otra realidad sobrevenida, pero bien diferente.

Nuestros días pasan tan veloces que nos enteramos de estas diferencias con la misma rapidez que con las que las olvidamos, como si tuviéramos espacio reducido en nuestro reservorio de problemas. Los medios se centran en tal o cual crisis hasta la extenuación, para después dejarla atrás en unos días, sin siquiera plantearse un seguimiento de la resolución. Por eso los sucesos son tan golosos, empiezan y acaban en sí mismos. De hecho, si quedara algún fleco por resolver, véase eventuales condenas o resolución de conflictos, se diluirá en el borbotón de noticias más urgentes, más actuales.

Menores ratios y mayor atención provocan menor exclusión y la posibilidad de identificar problemas, que no siempre son los mismos

Comencé mi labor docente con un portatizas y una pasión por el esquema del tamaño de una enorme pizarra que iba de pared a pared. Las relaciones y asociaciones que podían plasmarse en aquel encerado en ocasiones resultaban incluso bonitas estéticamente. Hoy, si la wifi se cae, nos tiemblan las canillas. Mi pizarra es digital, mis apuntes llueven de la nube y mis alumnos y yo nos encontramos físicamente, o no. Mis esquemas han sido capados violentamente y ahora los cuelgo en las alturas para que sean mayoritariamente ignorados. No quiero con esto dar una impresión negativa del progreso, nada más lejos de mi intención, sin embargo, hay que admitir hemos cambiado. ¿Todos? Me temo que no.

Vivo en el barrio en el que nací. Un barrio obrero azotado por todas las crisis sea cual sea su variedad. Sin embargo, trabajo en un distrito privilegiado donde las familias dedican a ocio lo que en mi barrio no reciben como sueldo. Me infiltro cada día en una realidad diferente donde, aunque se compartan los mismos conflictos humanos, se sobrellevan de forma bien distinta.

Durante el confinamiento mantenía conversaciones con mis vecinos, con nietos e hijos en edad escolar. Su vivencia poco tenía que ver con la mía. Para ellos fue prácticamente una pausa de seis meses, con algún que otro intercambio de mails a través del móvil. Todos los alumnos de nuestro sistema perdieron ocasiones y momentos de intercambio, sin embargo, algunos de ellos perdieron prácticamente todo. El tiempo quizás atenúe las fallas, pero desde luego no podrá con las diferencias evidentes vividas entre alumnos de niveles sociales distintos. Las distancias ya eran grandes, ahora se han vuelto insalvables, al menos en el corto plazo.

Brechas que se abren más y más, palpitando, día a día, aunque decidamos mirar hacia otro lado. Dicen que viajar nos hace más tolerantes. No lo tengo claro. Lo que sí sé es que mirar en otros rincones nos enseña cómo se puede vivir mejor. Cómo se puede vivir peor. Nuestra forma de vivir está abriendo zanjas que acabarán por pasarnos factura y, si alguien tiene dudas, que mire a esos países donde los ricos lo son y mucho. Donde los pobres lo son cada vez más. ¿Le suena a alguien? Allí donde solo te puedes mover dentro de las zonas señaladas ante el peligro de que la pobreza y la necesidad disfrazada de delincuencia te asalte al otro lado de la línea. Son países donde el ascensor social lleva lustros averiado o ni siquiera se instaló. Ese ascensor es y será la educación.

Hace unos días vi un reportaje sobre la educación y se trataba el caso de Estonia, primer clasificado en el informe PISA, si excluimos a los países asiáticos. País sin recursos naturales reseñables, decidió invertir en educación (7% de su PIB) como vía principal de crecimiento. Los resultados son más que esperanzadores. La ratio, la enseñanza de la música y los idiomas, la inclusión de las familias en el proceso educativo, la elaboración de proyectos de investigación desde edades tempranas son el camino para la consecución de resultados. Su primera ministra señalaba que, para el país, la enseñanza es una forma de patriotismo donde los profesores son figuras respetadas y valoradas en la sociedad. Como profesora rasa, no me sorprenden los medios. Sabemos que ese es el camino.

Volvemos a las aulas, al parecer, con todos los alumnos en clases sobrecargadas. En los mismos espacios, con mascarillas y la prudencia aletargada. Desde dentro, hemos visto cómo la reducción de los grupos obraba maravillas inesperadas que, si conocíamos, habíamos olvidado. Cuántas veces la aparición de una emergencia ha resultado la solución de otro problema, ya enquistado. A pesar de que no hay voz que pueda negar la evidencia de que con menos alumnos el sistema funciona mejor, confirmando lo que todos los estudios nos aconsejan año tras año, nos dejamos arrollar por otro debate, al parecer más interesante, sobre si las matemáticas deben enseñarse desde un enfoque “socioemocional” o si realmente dicho enfoque resulta fútil. Me van a disculpar, pero, más allá de las matemáticas, o de las lenguas, es evidente que las soluciones a las dificultades más urgentes de nuestros alumnos son otras, y las hemos visto de cerca. Menores ratios y mayor atención provocan menor exclusión y la posibilidad de identificar problemas, que no siempre son los mismos. Al parecer resulta una evidencia demasiado aburrida para centrarse en ella.

Llega septiembre. Borrón y cuenta nueva. Como si hubieran olvidado todo lo que ya saben, los profesores de la enseñanza pública empezarán sin poder aplicar lo que ha resultado bien e intentarán reincidir en el error con la mejor de sus caras, invirtiendo esfuerzo y horas de trabajo de todas las partes implicadas, solventando los problemas como se pueda con las herramientas que se tengan, bien distintas dependiendo del colegio, del barrio, del distrito… del dinero. Intentando echar tierra y cubrir la brecha que separan a niños iguales en barrios distintos. Condenándolos día a día a estar cada vez más lejos unos de otros. Con el ascensor averiado.