La ciudad envía otros mensajes a quienes ven y escuchan donde otros miran y solo oyen. Una realidad que está encima de esta otra. Como en el Pokémon Go, pero de forma analógica.

Desde este lado del río: una canoa a punto de ser engullida por un charco de luz; los remeros avanzan con tanto compás como las ocas que ahuyentan al perro sin dueño. Un crepúsculo magenta que alivia como el timbre del cole. Después de un día agitado, suspiras y ellos te dicen: ahora sí, ya puedes volver a casa.

Anochece en Los Pelambres y a la luz del bar dejas que V lea el principio de tu libro. Se abre una puerta y la realidad con celo abdica: ya no más verosimilitud

Anochece en Los Pelambres y a la luz del bar dejas que V lea el principio de tu libro. Se abre una puerta y la realidad con celo abdica: ya no más verosimilitud. Quiere algo tan inverosímil como lo que encierran esas páginas. El azar, bendito duende, hace de las suyas en el más acá. Tres líneas curvas, vidas que se ignoran, con un punto en común en el momento exacto, a este lado del río.

V y tú cuando desayunábais en las tazas del Ikea no sabíais que un estudiante francochileno viajaba en autostop de Sevilla a Zamora. Simón, cuando se quitaba las legañas en un albergue sevillano, no imaginaba que acabaría el día paseando con V y contigo. El aprendiz de matemático busca dónde dormir: el jardín de alguien para acampar o un trozo de suelo. Extrañeza. Asombro. Duda. Curiosidad: la que asustó (¿y salvó?) al mal pensado y la que te invita a ver más y a escuchar las respuestas.

Y sabes entonces en qué lugar se desperezaba Simón por la mañana, que el autostop no desapareció con la mili y que él también se vio zarandeado por la literatura. Y llega el hechicero a Los Pelambres, con una mariposa blanca en la mano, una amistad aún sin nombre. ¿Y tú por qué escribes? Por culpa de Nabokov.

Y Simón recita las tres primeras líneas de Lolita. Y la realidad inverosímil ya ni quiere ser realidad. Los límites que la separan de la ficción se ahogan en el Duero y las ocas huyen despavoridas. V, llama a tu madre y dile que no duermes en casa. Abuela, un amigo de Madrid ha venido a Zamora y pasará aquí la noche. Sí, abuela, sí, no te preocupes. Y paseáis los tres por la ciudad del románico, vais al Bayadoliz a por un sándwich y habláis de Wenders, Nabokov, Borges y García Calvo. Y entre libro y película vuestras vidas se cuentan solas, se interpelan, se ponen guapas un momento y hablan de lo malo después. El demiurgo mueve las agujas a otra velocidad. Dos horas caben en media.

Simón habla de un rinconcito de París y asegura que es “agresivamente bello”. Describe uno de sus relatos favoritos como algo “epidérmico”. Y parece que quien dice y dice tan bien es Russell, matemático y nobel de literatura. Ya ves a Simón con el laurel y la pipa.

Piensas que de anécdotas así nacieron la canción de Sabina —¡mucha, mucha policía! — o el encuentro de Bloom y Stephen del que Joyce tomó nota. Y el escritor (anti) irlandés se suma a lista de puntos comunes: qué grandes estáis esta noche.

Y seguís hablando y volviendo a ser niños y alegrándoos y queriendo contar y sin noche bastante. Desayunáis y conducís hasta el apartamento de V: los contornos del mundo vuelven poco a poco a ceñir los árboles. Horizonte finito. V se va a trabajar y llevas a Simón a una gasolinera. Un señor, que almorzó en su caravana mientras pensaba en la hipoteca y el futuro, no imaginó que diría que sí a un estudiante francochileno y lo llevaría con él hasta Bilbao.

Por ahí van los dos, atados al presente. El conductor amable y el joven, que lleva tantas historias dentro como el bibliobús del cole. Se oye el timbre. El abrazo de Simón como el magenta del cielo sobre las aguas del Duero. Tú suspiras, ellos te dicen: ahora sí, ya puedes volver a casa.