Lo bueno de levantarse antes de los tres amaneceres establecidos: astronómico, náutico y el civil, es que desayunas escuchando unos programas de radio increíbles. El otro día, esperando por la cafetera, terminé reconociendo que donde creía estar escuchando una radionovela, en realidad se daba vida al libro que acababa de leer. El libro me gustó, la recreación no. Porque cada vez que un no andaluz intenta imitar el acento andaluz acaba pareciendo, sin desearlo, un oligofrénico por voluntad propia.

Durante mi edad del pavo, ahora se denomina pre-pubertad, existía otro programa alucinante en las madrugadas de RNE, donde se contaban historias truculentas. Pero no a imitación de El Caso y sus sangrientos titulares, sino al modo de Iker Jiménez.

La chica de la curva, la chaqueta del motero sobre la tumba, muertos que se aparecen a los vivos, vivos que en realidad no lo están, y toda esa pesca. En las noches de verano, la pandilla del acné y el estirón, bienaventurados aquellos que lo dieron y bienaventurados los que seguimos esperando pegarlo, la esperanza es lo último que se pierde, nos sentábamos en alguna alameda alejada del pueblo y compartíamos ese tipo de comidilla. Como si se tratara de un Sálvame Estramonio.

Hasta que un verano, el chisme siniestro se transformó en suceso real.

Los adultos contaban que, en uno de los pueblos por los que transcurre la CL-612, la carretera que une Villalpando con la capital, apareció una desconocida preguntando por el juez de paz. Llevada ante él, dijo que quería levantar acta de tres fallecimientos que iban a tener lugar. La autoridad civil adujo que aquello era imposible, no se puede levantar acta a futuro. La buena mujer no alegó nada y desapareció sin más. Al poco, la esposa y los dos hijos del alcalde se estrellaron con el coche contra cuatro álamos ubicados al pie de la carretera.

Si existe un sitio más propicio para que se desarrolle un realismo mágico patrio, ese es sin duda Tierra de Campos. El lugar ideal para que se entremezclen historias de vivos que se comportan como si no lo estuvieran, y de difuntos más activos que cuando no lo estaban.

Apareció una desconocida preguntando por el juez de paz. Llevada ante él, dijo que quería levantar acta de tres fallecimientos que iban a tener lugar.

Descubrí el realismo mágico suramericano en COU. Relatos de vivos y muertos en un ambiente eminentemente rural y religioso, plagado de haciendas, fundos o estancias, y terratenientes, amos y patronos, que avasallan a un pueblo humilde y bien domesticado.

Pedro Páramo era lectura obligatoria, y también el último tema. A la profesora no le daba tiempo a impartirlo, así que había que prepararlo por cuenta propia. Y como el olmo seco de Machado caía fijo sí o también en Selectividad, pocos se aventuraron a descubrir a Juan Rulfo. Yo jugaba con ventaja, porque en casa no había que comprar libros, mis padres los tenían todos.

Me gustó tanto Pedro Páramo, que fue el texto que elegí en Selectividad, que don Antonio me perdone. Me gustó tanto, que puede que sea el libro que más veces he releído, junto con el desasosiego pessoano y la sensatez de los de Nietzsche; Me gustó tanto, que pese a descubrir después Macondo y el resto de sitios reales y mágicos, Comala continúa siendo mi lugar en el mundo.

En marzo del 2020, el realismo mágico terracampino de la historia de la desconocida y el juez de paz, se trastocó en ruralismo mágico gracias a una iniquidad vírica. Durante aquella ominosa época, en la que médicos y científicos se pusieron por fin de acuerdo en reconocer que sólo sabían que no sabían nada, los escasos habitantes del pueblo que estábamos obligados a salir a trabajar velamos desinteresadamente por todos nuestros convecinos jubilados y viudos que vivían solos.

Comprobábamos que se salía a comprar el pan nuestro de cada día a la hora del panadero. Y que cada mañana se levantaban las persianas de todas las casas que estaban habitadas. Esa clase de magia sólo es posible en el rural, donde para lo bueno y para lo no tanto, todos estamos muy pendientes del resto.

Y aún así y con todo, el ruralismo mágico no implica que los que vivimos en los pueblos seamos los santos inocentes. Se cometen tropelías: fincas para huertos y árboles frutales con grifos enganchados al abastecimiento público para regarlos, pero sin contador del agua, y así no pasar por caja. Viviendas que se levantan nuevas y naves para los aperos que se erigen sin pedir permiso ni pagar licencias de obra. Casas que tienen excedencia en el pago de las tasas de alcantarillado y basuras porque sí, porque la familia que la habita lo vale. Por no hablar de los infinitos litigios por culpa de las lindes.

Un sinnúmero de barrabasadas, con las que convivimos día a día en cerril y sumiso silencio. Quién calla, otorga. Todo sea por no llevarnos mal los cuatro gatos que vamos quedando. Y con las que enlazaríamos con ese fascinante realismo sucio norteamericano. Pero el ruralismo sucio es harina de otro costal. Esa clase de magia sólo es posible en el rural, donde todos estamos muy pendientes del resto.